Saturday, June 27, 2009

En todo caso Borges ha confesado que su color preferido era el amarillo ámbar, el único que venía en un horizonte imaginario, el mismo que resplandece

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Jorge Luis Borges: la visión del ámbar

MANUEL VICENT 27/06/2009


Laberintos, espejos, tigres y cuchillos, un cúmulo de metáforas, el tiempo como río, la vida como ficción, la muerte como sueño y él mismo como "el otro": con esa materia el destino le obligó a ser Borges, condenado a escribir fábulas sin moraleja

Siendo ciego y poeta se tiene medio camino hecho para llegar a Homero. Si además el poeta ciego es argentino ese camino no puede ser muy largo. No hay que navegar mares azarosos, ni recorrer senderos calcáreos bajo un sol azul de la Argólida entre cabras puntiagudas. Cualquiera que se llame Borges encontrará a Homero en cualquier esquina del barrio de Palermo de Buenos Aires, tomando el té en una confitería. Pero no está claro que Borges fuera realmente ciego. Aunque su abuela paterna murió ciega, su bisabuelo murió ciego y su padre también acabó ciego, puede que la ceguera del escritor fuera sólo la más famosa de sus metáforas. En todo caso Borges ha confesado que su color preferido era el amarillo ámbar, el único que venía en un horizonte imaginario, el mismo que resplandece en la arena infinita del desierto.

En un cruce de caminos Borges un día invocó el azar, echó los dados de ámbar sobre la arena y uno de esos dados le ofreció su séptima cara. En ella había imágenes superpuestas de laberintos, espejos, tigres y cuchillos, todas ineludibles y un cúmulo de metáforas, el tiempo como río, la vida como ficción, la muerte como sueño y él mismo como "el otro": con esa materia el destino le obligó a ser Borges, un escritor condenado a escribir fábulas sin moraleja. Dijo Blake que nada existe si no ha sido imaginado.

Sus primeros recuerdos eran imágenes de un sable que sirvió en el desierto, de un aljibe, de la casa vieja, del silbido de un trasnochador en la vereda. Fue un niño enfermizo vestido de niña al que su madre nunca dejó salir de su placenta. Desde que su padre llevó al adolescente Borges a un prostíbulo de Ginebra para que ejerciera de hombre por primera vez, él vivió a partir de entonces el amor como un ente hipotético siempre frustrado. "Yo que he sido todos los hombres no he sido aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach". Si bien esta mujer fue la heroína de una novela barata, su nombre implica el de todas las mujeres que Borges enamoradizo no pudo conseguir o poseyó a medias. Descubrió una vez con cierta tristeza que se había pasado la vida pensando en una u otra mujer y todas le llevaron a cometer el mayor de los pecados, el no haber sido feliz. Por lo demás Borges navegó todos los mares, cruzó todos los desiertos, recorrió todas las ciudades, varado en un sofá del vestíbulo de infinitos hoteles con las manos apoyadas en el bastón, las córneas acuosas dirigidas a un punto indeterminado de la pared de enfrente donde estaban concentrados todos los mapas.

En la plenitud de su creación Jorge Luis Borges había tallado poemas en madera de ébano, había escrito libros de arena, historias de infamia, fábulas que se habían podrido junto con los papiros que las soportaban, se había perdido en la bruma de las sagas noruegas, había jugado a la lotería de Babilonia donde el premio siempre era una puñalada de un compadre o había bajado al sótano de la Biblioteca de Alejandría a compartir enigmas con el guardián. En ese tiempo sólo lo leían casi en secreto algunos iniciados. La fama alcanzó al escritor en el umbral de la vejez y sólo fue debida a las maldades y paradojas envenenadas que salían de su boca en las aciagas entrevistas con los periodistas de la sección de cultura. En un juego de niño terrible en ellas proclamaba siempre lo inesperado, lo que más podría sorprender, irritar o admirar a cualquier neófito. Para enfadar a los académicos españoles decía que el castellano era una lengua muy fea y que prefería el inglés. Para sacar de quicio a los progresistas afirmaba que Franco había sido muy positivo para España. Admiraba más a Alonso Quijano que al Quijote y a éste menos que a Cervantes. Ensalzaba al escritor mediocre Cansinos Assens para vengarse de todos los poetas de la Generación del 27 y así sucesivamente hasta crearse un personaje odioso y al mismo tiempo admirado. La desgracia de sus lectores, cuando su nombre fue revelado en los años sesenta del siglo pasado, consistía en que odiar a Borges y amarlo era una misma obligación.

A veces se disfrazaba de reaccionario, pero sólo era un conservador, un liberal moderado cuyo odio a Perón, que le había condenado a ser inspector de pollos en vez de bibliotecario, lo llevó a aplaudir la llegada de los militares argentinos. Creía que la democracia era una simple estadística, aunque presumía de haber condenado en su tiempo a Mussolini y a Hitler, cuando otros callaban, para acabar aceptando una medalla de Pinochet, un acto que le costó el Nobel. Empieza uno diciendo una maldad para epatar y acaba despeñándose en la barranca. A partir de un momento Borges se convirtió en el escritor al que no le daban el Nobel.

Tal vez creía en Dios, tal vez no, porque para Borges la teología era una obra maestra de ciencia-ficción. Por lo demás, si bien presumía de haber tomado mescalina y cocaína en su juventud, su droga más pertinaz fueron los caramelos de menta y su plato preferido la merluza hervida. Cuando murió la madre comenzó a viajar, ya ciego, sólo para oler los países. Olfateó el Machu Picchu, conoció Japón con la mente, se dejó explicar las calles de París, de Tejas, de Nueva York, y Borges sólo les ofrecía sus pasos, los golpes de su bastón y en los hoteles se dejaba llevar del codo hasta el lavabo para dar de sí antes de volver al sofá del vestíbulo a ejercer de vidente en las sombras amarillas ante admiradores y reporteros. En todos los países y ciudades siempre había una mujer para hacer de pantalla entre él y los objetos. Hubiera preferido consagrarse al goce de la metafísica o de la lingüística, pero al final lo daba todo por un susurro femenino en el oído que le fiaba una incierta promesa, lo suficiente para alimentar su imaginación.

Borges vivía aventuras de galán a través una figura interpuesta en la persona de Bioy Casares, un devorador de mujeres, el rey del bataclán. Con su amigo departió durante treinta años la cena todas las noches con chismorreos culturales de alta y baja ley, los dos empollados por la gran clueca Victoria Ocampo, ama y señora de la revista Sur, donde abrevaron los intelectuales de moda de Europa traídos por ella a Argentina a buen precio.

A los 80 años estaba aburrido de ser Borges y deseaba conocer la sombra del misterio mayor de los hombres. Pero en el último momento levantaba una leve protesta. ¿Por qué voy a morirme si nunca lo he hecho antes? Era como si le dijeran que iba a ser buzo o domador. Al final creía que la muerte no le era permitida. No estaba seguro de que Dios necesitara su inmortalidad para sus fines. Pero Jorge Luis Borges murió. Lo hizo a sabiendas el 14 de junio de 1986 y está enterrado en el cementerio de notables de Plainpalais, en Ginebra, la ciudad donde había alcanzado por primera vez el placer sexual con una mujer en un prostíbulo. La última metáfora. Tenía miedo a seguir siendo Borges. Qué importa la muerte si eso le ha sucedido a un individuo llamado Borges, que vivió en Buenos Aires en el siglo XX, hace ya tanto tiempo. Qué importa si fue desdichado o feliz si ya ha sido olvidado. Todos corremos hacia el anonimato, sólo que los escritores mediocres llegan a la meta un poco antes, decía.


MARIO VARGAS LLOSA 22/02/2009

Uno de los más hermosos poemas que escribió Luis Cernuda se llama Birds in the night y está dedicado a Verlaine y Rimbaud. O, mejor dicho, a la "farsa elogiosa repugnante" de que suelen ser víctimas, después de muertos, los poetas que, malditos y marginados en vida por sus malas costumbres, excesos, violencias y provocaciones, son luego convertidos en glorias nacionales. Celebrados por "embajadores y alcaldes", merecen bustos y placas como la que el gobierno francés ("¿o fue el gobierno inglés?") colocó en el número 8 de Great College Street, Camden Town, Londres, la modestísima casita donde por unas semanas el poeta borracho y cincuentón y el adolescente insolente y genial "vivieron, trabajaron, fornicaron" gozando de una libertad que pagarían luego carísimo.



Es verdad que las circunstancias han hecho de Borges una "gloria nacional" porque ése es el destino que espera a todos los seres humanos que por su talento, sus virtudes, su genio, prestan un gran servicio a la humanidad en los dominios de las ciencias, las artes o las letras: ser inmediatamente nacionalizados y trasmutados en motivos de exaltación patriotera.

En verdad, a los grandes talentos no los "producen" los países y, por eso, Borges no es un "producto" argentino. Resultó de una alianza casi indiscernible de ideas, imágenes, poemas, novelas, ensayos, sistemas filosóficos, teologías, procedentes de muchas lenguas y culturas, de la atmósfera estimulante de una familia, de un grupo de amigos y conocidos, pero, principalmente, de una disposición o don personal, exclusivo y único, para soñar, fantasear, asimilar las grandes creaciones literarias y ordenar las palabras del español en frases, páginas y libros de extraordinaria precisión e inusitada belleza. Y por esa razón, al igual que Shakespeare y Goethe y Cervantes y tantos otros eminentes creadores, Borges no pertenece a la Argentina sino a todos los que lo leen y se deslumbran con su imaginación, su cultura literaria, su elegancia, su ironía y su soberbia manera de utilizar nuestra lengua imponiéndole la exactitud del inglés y la inteligencia del francés sin que por ello pierda el bronco vigor de la lengua castellana.

Borges se fue de su país porque, como les ocurre a muchos escritores con los suyos, estaba acaso asqueado con lo que allí ocurría, o simplemente harto de ser una "gloria nacional" (después de haber sido un ilustre desconocido hasta que Francia, Europa y los Estados Unidos hicieron saber a los argentinos que tenían un genio en casa) o porque, a la vejez, como dicen que hacen los elefantes cuando sienten que van a morir, quiso pasar la última etapa de su vida y morir donde había comenzado la vida que a él le importaba -la vida intelectual-: esa Suiza donde fue, o creyó ser, feliz, leyendo vorazmente, aprendiendo idiomas, y contrayendo, contagiado por los suizos, la sobriedad, la frugalidad, la corrección y la modestia que fueron rasgos permanentes de su vida privada.

Fue una decisión perfectamente legítima y quienes de veras admiran a Borges -que no son los politicastros ignorantes, ni los gacetilleros semianalfabetos que se dan también baños de cultura traficando con los genios- deben acatarla. Era indigno alegar como argumento, para justificar la repatriación, una cita de Borges formulada en una entrevista de ocasión, según la cual quería ser enterrado en La Recoleta al igual que sus antepasados. ¿No se han enterado esas pobres gentes que los seres humanos, a diferencia de las piedras y los animales, cambian a veces de opinión? Si hubieran leído a Borges, sabrían que él lo hizo innumerables veces y sobre muchas cosas (aunque nunca por comodidad u oportunismo).

La decisión que vale es la última que tomó. La que lo llevó, cuando era ya un anciano reconocido y festejado (pero devorado por la enfermedad) a dejarlo todo y, como lo hubiera hecho un adolescente letraherido, a empezar de nuevo, en un país donde sería siempre un desconocido, en aquella anodina, reprimida, políglota y próspera ciudad de Calvino donde, entre bibliotecas, aulas, libros e idiomas extranjeros, comenzó a ser Borges. Es un buen sitio para que descanse el más internacional y cosmopolita de los escritores que, vaya paradoja, fue también, de algún modo, un provinciano visceral, aquel fantaseador alucinado y erudito irreverente con la erudición, aquel viejo-niño tímido, y por momentos destemplado, que nunca maduró y por eso jamás se corrompió.

Un consejo, amigos escritores: nadie puede poner lo que escribió a salvo de futuras manipulaciones, distorsiones y vejaciones. Pero sí es posible, en cambio, precaverse contra póstumas emboscadas como la que estuvo en marcha y felizmente fracasó contra los huesos del pobre Borges. Háganse incinerar y que esparzan sus cenizas en lugares inalcanzables, como el bosque o el mar. ¡Mil veces preferible alimentar a los peces o a los pájaros que a esos inescrupulosos caníbales que engordan con los despojos de los buenos escribidores!

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© Mario Vargas Llosa, 2009.

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