Saturday, July 21, 2018

Prosciutto

Prosciutto
Salamanca
Art
Exhibit
Barbados
Beard
Moustache
Pata Negra
Serrano
Ham
Catechism
Baptize 
Carver

Prov.1:4
"To give subtilty to the simple, to the young man knowledge and discretion."


 “The Middle Ages exhibit life and color and change”~~~Charles H. Haskins


“only art can substitute for nature”~~~Leonard Bernstein
 



















 Prosciutto













Salamanca













 Super Mario, moustache













 Exhibit














 Olivia Culpo, Miss Universe 2012













 Carving knife




 Chess: "Prosciutto" "Salamanca" "Art" "Exhibit" "Barbados" "Beard" "Moustache" "Pata Negra" "Serrano" "Ham" "Catechism" "Baptize" "Carver"

Wednesday, July 11, 2018

Sweepstakes

Sweepstakes
Cobá
Quetzal
Stelae
Wakefield
Nathaniel Hawthorne
Lighthouse

Prov.1:2
" To know wisdom and instruction; to perceive the words of understanding;"


“Alas, the devils they swarm about us like the frogs of Egypt”~~~Cotton Mather


“Ix Zubin would never forget the first day when her grandfather, in defiance of custom, had taken her to the nearby mainland city of Cobá, where he showed her, a mere girl, the magnificent scatter of stelae summarizing that site resplendent history.”~~~James A. Michener: CARIBBEAN. Ch 2 Death of Greatness





Quetzal: monteverde Cloud Forest









Alessandra Villegas 













Cobá, cancha de juego de pelota



















ESCOBA



















Chess: "Sweepstakes" "Cobá" "Quetzal" "Stelae" "Wakefield" "Nathaniel Hawthorne" "Lighthouse"



 Jorge Luis Borges: Nathaniel Hawthorne

Jorge Luis Borges y su gato Beppo.
Empezaré la historia de las letras americanas con la historia de una metáfora; mejor dicho, con algunos ejemplos de esa metáfora. No sé quién la inventó —es quizá un error suponer que puedan inventarse metáforas. Las verdaderas, las que formulan íntimas conexiones entre una imagen y otra, han existido siempre; las que aún podemos inventar son las falsas, las que no vale la pena inventar. Esta que digo es la que asimila los sueños a una función de teatro. En el siglo XVII, Quevedo la formuló en el principio del Sueño de la muerte; Luis de Góngora, en el soneto Varia imaginación, donde leemos:

El sueño, autor de representaciones,
en su teatro sobre el viento armado,
sombras suele vestir de bulto bello.

En el siglo XVIII, Addison lo dirá con más precisión. “El alma, cuando sueña —escribe Addison—, es teatro, actores y auditorio.” Mucho antes, el persa Umar Khyyam había escrito que la historia del mundo es una representación que Dios, el numeroso Dios de los panteístas, planea, representa y contempla, para distraer su eternidad; mucho después, el suizo Jung, en encantadores y, sin duda, exactos volúmenes, equipara las invenciones literarias a las invenciones oníricas, la literatura a los sueños.

Si la literatura es un sueño, un sueño dirigido y deliberado, pero fundamentalmente un sueño, está bien que los versos de Góngora sirvan de epígrafe a esta historia de las letras americanas y que inauguremos con el examen de Hawthorne, el soñador. Algo anteriores en el tiempo hay otros escritores americanos —Fenimore Cooper, una suerte de Eduardo Gutiérrez infinitamente inferior a Eduardo Gutiérrez; Washington Irving, urdidor de agradables españoladas— pero podemos olvidarlos sin riesgo.

Hawthorne nació en 1804, en el puerto de Salem. Salem adolecía, ya entonces, de dos rasgos anómalos en América; era una ciudad, aunque pobre, muy vieja, era una ciudad en decadencia. En esa vieja y decaída ciudad de honesto nombre bíblico, Hawthorne vivió hasta 1836; la quiso con el triste amor que inspiran las personas que no nos quieren, los fracasos, las enfermedades, las manías; esencialmente no es mentira decir que no se alejó nunca de ella. Cincuenta años después, en Londres o en Roma, seguía en su aldea puritana de Salem; por ejemplo, cuando desaprobó que los escultores, en pleno siglo XIX, labraran estatuas desnudas...

Su padre, el capitán Nathaniel Hawthorne, murió en 1808, en las Indias Orientales, en Surinam, de fiebre amarilla; uno de sus antepasados, John Hawthorne, fue juez en los procesos de hechicería de 1692, en los que diecinueve mujeres, entre ellas una esclava, Tituba, fueron condenadas a la horca. En esos curiosos procesos (ahora el fanatismo tiene otras formas), Justice Hawthorne obró con severidad y sin duda con sinceridad. “Tan conspicuo se hizo —escribió Nathaniel, nuestro Nathaniel— en el martirio de las brujas, que es lícito pensar que la sangre de esas desventuradas dejó una mancha en él. Una mancha tan honda que debe perdurar en sus viejos huesos, en el cementerio de Charter Street, si ahora no son polvo.” Hawthorne agrega, después de ese rasgo pictórico: “No sé si mis mayores se arrepintieron y suplicaron la divina misericordia; yo, ahora, lo hago por ellos y pido que cualquier maldición que haya caído sobre mi raza, nos sea, desde el día de hoy, perdonada".

Cuando el capitán Hawthorne murió, su viuda, la madre de Nathaniel, se recluyó en su dormitorio, en el segundo piso. En ese piso estaban los dormitorios de las hermanas, Louisa y Elizabeth; en el último, el de Nathaniel. Esas personas no comían juntas y casi no se hablaban; les dejaban la comida en una bandeja, en el corredor. Nathaniel se pasaba los días escribiendo cuentos fantásticos; a la hora del crepúsculo de la tarde salía a caminar. Ese furtivo régimen de vida duró doce años. En 1837 le escribió a Longfellow: “Me he recluido; sin el menor propósito de hacerlo, sin la menor sospecha de que eso iba a ocurrirme. Me he convertido en un prisionero, me he encerrado en un calabozo, y ahora ya no doy con la llave, y aunque estuviera abierta la puerta, casi me daría miedo salir".

Hawthorne era alto, hermoso, flaco, moreno. Tenía un andar hamacado de hombre de mar. En aquel tiempo no había (sin duda felizmente para los niños) literatura infantil; Hawthorne había leído a los seis años el Pilgrim's Progress; el primer libro que compró con su plata fue The Faerie Queen, dos alegorías. También, aunque sus biógrafos no lo digan, la Biblia; quizá la misma que el primer Hawthorne, William Hawthorne de Wilton, trajo de Inglaterra con una espada, en 1630. He pronunciado la palabra alegorías; esa palabra es importante, quizá imprudente o indiscreta, tratándose de la obra de Hawthorne. Es sabido que Hawthorne fué acusado de alegorizar por Edgar Allan Poe y que éste opinó que esa actividad y ese género eran indefendibles.

Dos tareas nos encaran: la primera, indagar si el género alegórico es, en efecto, ilícito; la segunda, indagar si Nathaniel Hawthorne incurrió en ese género. Que yo sepa, la mejor refutación de las alegorías es la de Croce; la mejor vindicación, la de Chesterton. Croce acusa a la alegoría de ser un fatigoso pleonasmo, un juego de vanas repeticiones, que en primer término nos muestra (digamos) a Dante guiado por Virgilio y Beatriz y luego nos explica, o nos da a entender, que Dante es el alma, Virgilio la filosofía o la razón o la luz natural y Beatriz la teología o la gracia. Según Croce, según el argumento de Croce (el ejemplo no es de él). Dante primero habría pensado: “La razón y la fe obran la salvación de las almas” o “La filosofía y la teología nos conducen al cielo” y luego, donde pensó razón o filosofía puso Virgilio y donde pensó teología o fe puso Beatriz, lo que sería una especie de mascarada. La alegoría, según esa interpretación desdeñosa, vendría a ser una adivinanza, más extensa, más lenta y mucho más incómoda que las otras. Sería un género bárbaro o infantil, una distracción de la estética. Croce formuló esa refutación en 1907; en 1904, Chesterton ya la había refutado sin que aquél lo supiera. ¡Tan incomunicada y tan vasta es la literatura! La página pertinente de Chesterton consta en una monografía sobre el pintor Watts, ilustre en Inglaterra a fines del siglo XIX y acusado, como Hawthorne, de alegorismo. Chesterton admite que Watts ha ejecutado alegorías, pero niega que ese género sea culpable. Razona que la realidad es de una interminable riqueza y que el lenguaje de los hombres no agota ese vertiginoso caudal. Escribe: “El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal. Cree, sin embargo que esos tintes en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo...” Chesterton infiere, después, que puede haber diversos lenguajes que de algún modo correspondan a la inasible realidad; entre esos muchos, el de las alegorías y fábulas.

En otras palabras: Beatriz no es un emblema de la fe, un trabajoso y arbitrario sinónimo de la palabra fe; la verdad es que en el mundo hay una cosa —un sentimiento peculiar, un proceso íntimo, una serie de estados análogos— que cabe indicar por dos símbolos: uno, asaz pobre, el sonido fe; otro, Beatriz, la gloriosa Beatriz que bajó del cielo y dejó sus huellas en el Infierno para salvar a Dante. No sé si es válida la tesis de Chesterton; sé que una alegoría es tanto mejor cuanto sea menos reductible a un esquema, a un frío juego de abstracciones. Hay escritor que piensa por imágenes (Shakespeare o Donne o Víctor Hugo, digamos) y escritor que piensa por abstracciones (Benda o Bertrand Russell); a priori, los unos valen tanto como los otros, pero, cuando un abstracto, un razonador, quiere ser también imaginativo, o pasar por tal, ocurre lo denunciado por Croce.

Notamos que un proceso lógico ha sido engalanado y disfrazado por el autor, “para deshonra del entendimiento del lector”, como dijo Wordsworth. Es, para citar un ejemplo notorio de esa dolencia, el caso de José Ortega y Gasset, cuyo buen pensamiento queda obstruido por laboriosas y adventicias metáforas; es, muchas veces, el de Hawthorne. Por lo demás, ambos escritores son antagónicos. Ortega puede razonar, bien o mal, pero no imaginar; Hawthorne era hombre de continua y curiosa imaginación; pero refractario, digámoslo así al pensamiento. No digo que era estúpido; digo que pensaba por imágenes, por intuiciones, como suelen pensar las mujeres, no por un mecanismo dialéctico. Un error estético lo dañó: el deseo puritano de hacer de cada imaginación una fábula lo inducía a agregarles moralidades y a veces a falsearlas y a deformarlas.

Se han conservado los cuadernos de apuntes en que anotaba, brevemente, argumentos; en uno de ellos, de 1836, está escrito: “Una serpiente es admitida en el estómago de un hombre y es alimentada por él, desde los quince a los treinta y cinco, atormentándolo horriblemente.” Basta con eso, pero Hawthorne se considera obligado a añadir: “Podría ser un emblema de la envidia o de otra malvada pasión.” Otro ejemplo, de 1838 esta vez: “Que ocurran acontecimientos extraños, misteriosos y atroces, que destruyan la felicidad de una persona. Que esa persona los impute a enemigos secretos y que descubra, al fin, que él es el único culpable y la causa. Moral, la felicidad está en nosotros mismos.” Otro, del mismo año: “Un hombre, en la vigilia, piensa bien de otro y confía en él, plenamente, pero lo inquietan sueños en que ese amigo obra como enemigo mortal. Se revela, al fin, que el carácter soñado era el verdadero. Los sueños tenían razón. La explicación sería la percepción instintiva de la verdad.” Son mejores aquellas fantasías puras que no buscan justificación o moralidad y que parecen no tener otro fondo que un oscuro terror. Esta, de 1838: “En medio de una multitud imaginar un hombre cuyo destino y cuya vida están en poder de otro, como si los dos estuviesen en un desierto".

Ésta, que es una variación de la anterior y que Hawthorne apuntó cinco años después: “Un hombre de fuerte voluntad ordena a otro, moralmente sujeto a él, que ejecute un acto. El que ordena muere y el otro, hasta el fin de sus días, sigue ejecutando aquel acto.” (No sé de qué manera Hawthorne hubiera escrito ese argumento; no sé si hubiera convenido que el acto ejecutado fuera trivial o levemente horrible o fantástico o tal vez humillante.) Éste, cuyo tema es también la esclavitud, la sujeción a otro: “Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Ésta se muda ahí; encuentra un sirviente sombrío que el testamento les prohibe expulsar. Este los atormenta; se descubre, al fin, que es el hombre que les ha legado la casa.".

Citaré dos bosquejos más, bastante curiosos, cuyo tema (no ignorado por Pirandello o por André Gide) es la coincidencia o confesión del plano estético y del plano común, de la realidad y del arte. He aquí el primero: “Dos personas esperan en la calle un acontecimiento y la aparición de los principales actores. El acontecimiento ya está ocurriendo y ellos son los actores.” El otro es más complejo: “Que un hombre escriba un cuento y compruebe que éste se desarrolla contra sus intenciones; que los personajes no obren como él quería; que ocurran hechos no previstos por él y que se acerque una catástrofe que él trate, en vano, de eludir. Ese cuento podría prefigurar su propio destino y uno de los personajes es él.” Tales juegos, tales momentáneas confluencias del mundo imaginario y del mundo real —del mundo que en el curso de la lectura simulamos que es real— son, o nos parecen, modernos. Su origen, su antiguo origen, está acaso en aquel lugar de la Ilíada en que Elena de Troya teje su tapiz y lo que teje son batallas y desventuras de la misma guerra de Troya. Ese rasgo tiene que haber impresionado a Virgilio, pues en la Eneida consta que Eneas, guerrero de la guerra de Troya, arribó al puerto de Cartago y vio esculpidas en el mármol de un templo escenas de esa guerra y, entre tantas imágenes de guerreros, también su propia imagen. A Hawthorne le gustaban esos contactos de lo imaginario y lo real, son reflejos y duplicaciones del arte; también se nota, en los bosquejos que he señalado, que propendía a la noción panteísta de que un hombre es los otros, de que un hombre es todos los hombres.

Algo más grave que las duplicaciones y el panteísmo se advierte en los bosquejos, algo más grave para un hombre que aspira a novelista, quiero decir. Se advierte que el estímulo de Hawthorne, que el punto de partida de Hawthorne era, en general, situaciones. Situaciones, no caracteres. Hawthorne primero imaginaba, acaso involuntariamente, una situación y buscaba después caracteres que la encarnaran. No soy un novelista, pero sospecho que ningún novelista ha procedido así: “Creo que Schomberg es real”, escribió Joseph Conrad de uno de los personajes más memorables de su novela Victory y eso podría honestamente afirmar cualquier novelista de cualquier personaje. Las aventuras del Quijote no están muy bien ideadas, los lentos y antitéticos diálogos —razonamientos, creo que los llama el autor— pecan de inverosímiles, pero no cabe duda de que Cervantes conocía bien a Don Quijote y podía creer en él. Nuestra creencia en la creencia del novelista salva todas las negligencias y fallas. Qué importan hechos increíbles o torpes si nos consta que el autor los ha ideado, no para sorprender nuestra buena fe, sino para definir a sus personajes. Qué importan los pueriles escándalos y los confusos crímenes de la supuesta Corte de Dinamarca si creemos en el príncipe Hamlet. Hawthorne, en cambio, primero concebía una situación o una serie de situaciones, y después elaboraba la gente que su plan requería. Ese método puede producir, o permitir admirables cuentos, porque en ellos, en razón de su brevedad, la trama es más visible que los actores, pero no admirables novelas, donde la forma general (si la hay) sólo es visible al fin y donde un solo personaje mal inventado puede contaminar de irrealidad a quienes lo acompañan.

De las razones anteriores podría, de antemano, inferirse que los cuentos de Hawthorne valen más que las novelas de Hawthorne. Yo entiendo que así es. Los veinticuatro capítulos que componen La letra escarlata abundan en pasajes memorables, redactados en buena y sensible prosa, pero ninguno de ellos me ha conmovido como la singular historia de Wakefield que está en los Twice Told Tales. Hawthorne había leído en un diario, o simuló por fines literarios haber leído en un diario, el caso de un señor inglés que dejó a su mujer sin motivo alguno, se alojó a la vuelta de su casa, y ahí, sin que nadie lo sospechara, pasó oculto veinte años. Durante ese largo período, pasó todos los días frente a su casa o la miró desde la esquina, y muchas veces divisó a su mujer. Cuando lo habían dado por muerto, cuando hacía mucho tiempo que su mujer se había resignado a ser viuda, el hombre, un día, abrió la puerta de su casa y entró. Sencillamente, como si hubiera faltado unas horas. (Fue hasta el día de su muerte un esposo ejemplar.) Hawthorne leyó con inquietud el curioso caso y trató de entenderlo, de imaginarlo. Caviló sobre el tema; el cuento Wakefield es la historia conjetural de ese desterrado. Las interpretaciones del enigma pueden ser infinitas; veamos la de Hawthorne.

Este imagina a Wakefield un hombre sosegado, tímidamente vanidoso, egoísta, propenso a misterios pueriles, a guardar secretos insignificantes; un hombre tibio, de gran pobreza imaginativa y mental, pero capaz de largas y ociosas e inconclusas y vagas meditaciones; un marido constante, defendido por la pereza. Wakefield, en el atardecer de una día de octubre, se despide de su mujer. Le ha dicho —no hay que olvidar que estamos a principios del siglo XIX— que va a tomar la diligencia y que regresará, a más tardar, dentro de unos días. La mujer, que lo sabe aficionado a misterios inofensivos, no le pregunta las razones del viaje. Wakefield está de botas, de galera, de sobretodo; lleva paraguas y valijas. Wakefield —esto me parece admirable— no sabe aún lo que ocurrirá, fatalmente. Sale, con la resolución más o menos firme de inquietar o asombrar a su mujer, faltando una semana entera de casa. Sale, cierra la puerta de la calle, luego la entreabre y, un momento, sonríe.

Años después, la mujer recordará esa sonrisa última. Lo imaginará en un cajón con la sonrisa helada en la cara, o en el paraíso, en la gloria, sonriendo con astucia y tranquilidad. Todos creerán que ha muerto y ella recordará esa sonrisa y pensará que, acaso, no es viuda. Wakefield, al cabo de unos cuantos rodeos, llega al alojamiento que tenía listo. Se acomoda junto a la chimenea y sonríe; está a la vuelta de su casa y ha arribado al término de su viaje. Duda, se felicita, le parece increíble ya estar ahí, teme que lo hayan observado y que lo denuncien. Casi arrepentido, se acuesta; en la vasta cama desierta tiende los brazos y repite en voz alta: “No dormiré solo otra noche.” Al otro día, se recuerda más temprano que de costumbre y se pregunta, con perplejidad, qué va a hacer. Sabe que tiene algún propósito, pero le cuesta definirlo.

Descubre, finalmente, que su propósito es averiguar la impresión que una semana de viudez causará en la ejemplar señora de Wakefield. La curiosidad lo impulsa a la calle. Murmura: “Espiaré de lejos mi casa.” Camina, se distrae; de pronto se da cuenta que el hábito lo ha traído, alevosamente, a su propia puerta y que está por entrar. Entonces retrocede aterrado. ¿No lo habrán visto; no lo perseguirán? En una esquina se da vuelta y mira su casa; ésta le parece distinta, porque él ya es otro, porque una sola noche ha obrado en él, aunque él no lo sabe, una transformación. En su alma se ha operado el cambio moral que lo condenará a veinte años de exilio. Ahí, realmente, empieza la larga aventura. Wakefield adquiere una peluca rojiza. Cambia de hábitos; al cabo de algún tiempo ha establecido una nueva rutina. Lo aqueja la sospecha de que su ausencia no ha trastornado bastante a la señora Wakefield. Decide no volver hasta haberle dado un buen susto. Un día el boticario entra en la casa, otro día el médico. Wakefield se aflige, pero teme que su brusca reaparición pueda agravar el mal. Poseído, deja correr el tiempo; antes pensaba: “Volveré en tantos días”, ahora, “en tantas semanas”. Y así pasan diez años. Hace ya mucho que no sabe que su conducta es rara. Con todo el tibio afecto de que su corazón es capaz, Wakefield sigue queriendo a su mujer y ella está olvidándolo. Un domingo por la mañana se cruzan los dos en la calle, entre las muchedumbres de Londres. Wakefield ha enflaquecido; camina oblicuamente, como ocultándose, como huyendo; su frente baja está como surcada de arrugas; su rostro que antes era vulgar, ahora es extraordinario, por la empresa extraordinaria que ha ejecutado. En sus ojos chicos la mirada acecha o se pierde. La mujer ha engrosado; lleva en la mano un libro de misa y toda ella parece un emblema de plácida y resignada viudez. Se ha acostumbrado a la tristeza y no la cambiaría, tal vez, por la felicidad. Cara a cara, los dos se miran en los ojos. La muchedumbre los aparta, los pierde. Wakefield huye a su alojamiento, cierra la puerta con dos vueltas de llave y se tira en la cama donde lo trabaja un sollozo. Por un instante ve la miserable singularidad de su vida. “¡Wakefield, Wakefield! ¡Estás loco!”, se dice. Quizá lo está. En el centro de Londres se ha desvinculado del mundo. Sin haber muerto ha renunciado a su lugar y a sus privilegios entre los hombres vivos. Mentalmente sigue viviendo junto a su mujer en su hogar. No sabe, o casi nunca sabe, que es otro. Repite “pronto regresaré” y no piensa que hace veinte años que está repitiendo lo mismo. En el recuerdo los veinte años de soledad le parecen un interludio, un mero paréntesis. Una tarde, una tarde igual a otras tardes, a las miles de tardes anteriores, Wakefield mira su casa. Por los cristales ve que en el primer piso han encendido el fuego; en el moldeado cielo raso las llamas lanzan grotescamente la sombra de la señora Wakefield. Rompe a llover; Wakefield siente una racha de frío. Le parece ridículo mojarse cuando ahí tiene su casa, su hogar. Sube pesadamente la escalera y abre la puerta. En su rostro juega, espectral, la taimada sonrisa que conocemos. Wakefield ha vuelto, al fin. Hawthorne no nos refiere su destino ulterior, pero nos deja adivinar que ya estaba, en cierto modo, muerto. Copio las palabras finales: “En el desorden aparente de nuestro misterioso mundo, cada hombre está ajustado a un sistema con tan exquisito rigor —y los sistemas entre sí, y todos a todo— que el individuo que se desvía un solo momento, corre el terrible albur de perder para siempre su lugar. Corre el albur de ser, como Wakefield, el Paria del Universo”.

En esta breve y ominosa parábola —que data de 1835— ya estamos en el mundo de Herman Melville, en el mundo de Kafka. Un mundo de castigos enigmáticos y de culpas indescifrables. Se dirá que ello nada tiene de singular, pues el orbe de Kafka es el judaísmo, y el de Hawthorne, las iras y los castigos del Viejo Testamento. La observación es justa, pero su alcance no rebasa la ética, y entre la horrible historia de Wakefield y muchas historias de Kafka, no sólo hay una ética común sino una retórica. Hay, por ejemplo, la honda trivialidad del protagonista, que contrasta con la magnitud de su perdición y que lo entrega, aún más desvalido, a las Furias. Hay el fondo borroso, contra el cual se recorta la pesadilla. Hawthorne, en otras narraciones, invoca un pasado romántico; en ésta se limita a un Londres burgués, cuyas multitudes le sirven, por lo demás, para ocultar al héroe.

Aquí, sin desmedro alguno de Hawthorne, yo desearía intercalar una observación. La circunstancia, la extraña circunstancia, de percibir en un cuento de Hawthorne, redactado a principios del siglo XIX, el sabor mismo de los cuentos de Kafka que trabajó a principios del siglo XX, no debe hacernos olvidar que el sabor de Kafka ha sido creado, ha sido determinado, por Kafka. Wakefield prefigura a Franz Kafka, pero éste modifica, y afina, la lectura de Wakefield. La deuda es mutua; un gran escritor crea a sus precursores. Los crea y de algún modo los justifica. Así ¿qué sería de Marlowe sin Shakespeare?

El traductor y crítico Malcolm Cowley ve en Wakefield una alegoría de la curiosa reclusión de Nathaniel Hawthorne. Schopenhauer ha escrito, famosamente, que no hay acto, que no hay pensamiento, que no hay enfermedad que no sean voluntarios; si hay verdad en esa opinión, cabría conjeturar que Nathaniel Hawthorne se apartó muchos años de la sociedad de los hombres para que no faltara en el universo, cuyo fin es acaso la variedad, la singular historia de Wakefield. Si Kafka hubiera escrito esa historia, Wakefield no hubiera conseguido, jamás, volver a su casa; Hawthorne le permite volver, pero su vuelta no es menos lamentable ni menos atroz que su larga ausencia.

Una parábola de Hawthorne que estuvo a punto de ser magistral y que no lo es, pues la ha dañado la preocupación de la ética, es la que se titula Earth's Holocaust: el Holocausto de la Tierra. En esa ficción alegórica, Hawthorne prevé un momento en que los hombres, hartos de acumulaciones inútiles, resuelven destruir el pasado. En el atardecer se congregan, para ese fin, en uno de los vastos territorios del oeste de América. A esa llanura occidental llegan hombres de todos los confines del mundo. En el centro hacen una altísima hoguera que alimentan con todas las genealogías, con todos los diplomas, con todas las medallas, con todas las órdenes, con todas las ejecutorias, con todos los escudos, con todas las coronas, con todos los cetros, con todas las tiaras, con todas las púrpuras, con todos los doseles, con todos los tronos, con todos los alcoholes, con todas las bolsas de café, con todos los cajones de té, con todos los cigarros, con todas las cartas de amor, con toda la artillería, con todas las espadas, con todas las banderas, con todos los tambores marciales, con todos los instrumentos de tortura, con todas las guillotinas, con todas las horcas, con todos los metales preciosos, con todo el dinero, con todos los títulos de propiedad, con todas las constituciones y códigos, con todos los libros, con todas las mitras, con todas las dalmáticas, con todas las sagradas escrituras que hoy pueblan y fatigan la Tierra. Hawthorne ve con asombro la combustión y con algún escándalo; un hombre de aire pensativo le dice que no debe alegrarse ni entristecerse, pues la vasta pirámide de fuego no ha consumido sino lo que era consumible en las cosas. Otro espectador —el demonio— observa que los empresarios del holocausto se han olvidado de arrojar lo esencial, el corazón humano, donde está la raíz de todo pecado, y que sólo han destruido unas cuantas formas. Hawthorne concluye así: “El corazón, el corazón, esa es la breve esfera ilimitada en la que radica la culpa de lo que apenas son unos símbolos el crimen y la miseria del mundo. Purifiquemos esa esfera interior, y las muchas formas del mal que entenebrecen este mundo visible huirán como fantasmas, porque si no rebasamos la inteligencia y procuramos, con ese instrumento imperfecto, discernir y corregir lo que nos aqueja, toda nuestra obra será un sueño. Un sueño tan insustancial que nada importa que la hoguera, que he descrito con tal fidelidad, sea lo que llamamos un hecho real y un fuego que chamusque las manos o un fuego imaginado y una parábola”.

Hawthorne, aquí, se ha dejado arrastrar por la doctrina cristiana, y específicamente calvinista, de la depravación ingénita de los hombres y no parece haber notado que su parábola de una ilusoria destrucción de todas las cosas es capaz de un sentido filosófico y no sólo moral. En efecto, si el mundo es el sueño de Alguien, si hay Alguien que ahora está soñándonos que sueña la historia del universo, como es doctrina de la escuela idealista, la aniquilación de las religiones y de las artes, el incendio general de las bibliotecas, no importa mucho más que la destrucción de los muebles de un sueño. La mente que una vez los soñó volverá a soñarlos; mientras la mente siga soñando, nada se habrá perdido. La convicción de esta verdad, que parece fantástica, hizo que Schopenhauer, en su libro Parerga und Paralipomena, comparara la historia a un calidoscopio, en el que cambian las figuras, no los pedacitos de vidrio, a una eterna y confusa tragicomedia en la que cambian los papeles y máscaras, pero no los actores. Esa misma intuición de que el universo es una proyección de nuestra alma y de que la historia universal está en cada hombre, hizo escribir a Emerson el poema que se titula History.

En lo que se refiere a la fantasía de abolir el pasado, no sé si cabe recordar que ésta fue ensayada en la China, con adversa fortuna, tres siglos antes de Jesús. Escribe Herbert Allen Giles: “El ministro Li Su propuso que la historia comenzara con el nuevo monarca, que tomó el título de Primer Emperador. Para tronchar las vanas pretensiones de la antigüedad, se ordenó la confiscación y quemazón de todos los libros, salvo los que enseñaran agricultura, medicina o astrología. Quienes ocultaron sus libros, fueron marcados con un hierro candente y obligados a trabajar en la construcción de la Gran Muralla. Muchas obras valiosas perecieron; a la abnegación y al valor de oscuros e ignorados hombres de letras debe la posteridad la conservación del canon de Confucio. Tantos literatos, se dice, fueron ejecutados por desacatar las órdenes imperiales, que en invierno crecieron melones en el lugar donde los habían enterrado”. En Inglaterra, al promediar el siglo XVII, ese mismo propósito resurgió, entre los puritanos, entre los antepasados de Hawthorne. “En uno de los parlamentos populares convocados por Cromwell —refiere Samuel Johnson— se propuso muy seriamente que se quemaran los archivos de la Torre de Londres, que se borrara toda memoria de las cosas pretéritas y que todo el régimen de la vida recomenzara.” Es decir, el propósito de abolir el pasado ya ocurrió en el pasado y —paradójicamente— es una de las pruebas de que el pasado no se puede abolir. El pasado es indestructible; tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las cosas que vuelven es el proyecto de abolir el pasado.

Como Stevenson, también hijo de puritanos, Hawthorne no dejó de sentir nunca que la tarea de escritor era frívola o, lo que es peor, culpable. En el prólogo de la Letra escarlata, imagina a las sombras de sus mayores mirándolo escribir su novela. El pasaje es curioso. “¿Qué estará haciendo? —dice una antigua sombra a las otras—. ¡Está escribiendo un libro de cuentos! ¿Qué oficio será ese, qué manera de glorificar a Dios o de ser útil a los hombres, en su día y generación? Tanto le valdría a ese descastado ser violinista.” El pasaje es curioso, porque encierra una suerte de confidencia y corresponde a escrúpulos íntimos. Corresponde también al antiguo pleito de la ética y de la estética o, si se quiere, de la teología y la estética. Uno de sus primeros testimonios consta en la Sagrada Escritura y prohibe a los hombres que adoren ídolos. Otro es el de Platón, que en el décimo libro de la República razona de este modo: “Dios crea el Arquetipo (la idea original) de la mesa; el carpintero, un simulacro”. Otro es el de Mahoma, que declaró que toda representación de una cosa viva comparecerá ante el Señor, el día del Juicio Final. Los ángeles ordenarán al artífice que la anime; éste fracasará y lo arrojarán al Infierno, durante cierto tiempo. Algunos doctores musulmanes pretenden que sólo están vedadas las imágenes capaces de proyectar una sombra (las esculturas)… De Plotino se cuenta que estaba casi avergonzado de habitar en un cuerpo y que no permitió a los escultores la perpetuación de sus rasgos. Un amigo le rogaba una vez que se dejara retratar; Plotino le dijo: “Bastante me fatiga tener que arrastrar este simulacro en que la naturaleza me ha encarcelado. ¿Consentiré además que se perpetúe la imagen de esta imagen?”.

Nathaniel Hawthorne desató esa dificultad (que no es ilusoria) de la manera que sabemos; compuso moralidades y fábulas; hizo o procuró hacer del arte una función de la conciencia. Así para concretarnos a un solo ejemplo, la novela The House of the Seven Gables (La casa de los siete tejados) quiere mostrar que el mal cometido por una generación perdura y se prolonga en las subsiguientes, como una suerte de castigo heredado. Andrew Lang ha confrontado esa novela con las de Emilio Zola, o con la teoría de las novelas de Emilio Zola; salvo un asombro momentáneo, no sé qué utilidad puede rendir la aproximación de esos nombres heterogéneos. Que Hawthorne persiguiera, o tolerara, propósito de tipo moral no invalida, no puede invalidar, su obra. En el decurso de una vida consagrada menos a vivir que a leer, he verificado muchas veces que los propósitos y teorías literarias no son otra cosa que estímulos y que la obra final suele ignorarlos y hasta contradecirlos. Si en el autor hay algo, ningún propósito, por baladí o erróneo que sea, podrá afectar, de un modo irreparable, su obra.

Un autor puede adolecer de prejuicios absurdos, pero su obra, si es genuina, si responde a una genuina visión, no podrá ser absurda. Hacia 1916, los novelistas de Inglaterra y de Francia creían (o creían que creían) que todos los alemanes eran demonios; en sus novelas, sin embargo, los presentaban como seres humanos. En Hawthorne, siempre la visión germinal era verdadera; lo falso, lo eventualmente falso, son las moralidades que agregaba en el último párrafo o los personajes que ideaba, que armaba, para representarla. Los personajes de la Letra escarlata —especialmente Hester Prynne, la heroína— son más independientes, más autónomos, que los de otras ficciones suyas; suelen asemejarse a los habitantes de la mayoría de las novelas y no son meras proyecciones de Hawthorne, ligeramente disfrazadas. Esta objetividad, esta relativa y parcial objetividad, es quizá la razón de que dos escritores tan agudos (y tan disímiles) como Henry James y Ludwig Lewisohn, juzguen que la Letra escarlata es la obra maestra de Hawthorne, su testimonio imprescindible. Yo me aventuro a diferir de esas autoridades. Quien anhele objetividad, quien tenga hambre y sed de objetividad, búsquela en Joseph Conrad o en Tolstoi; quien busque el peculiar sabor de Nathaniel Hawthorne, lo hallará menos en sus laboriosas novelas que en alguna página lateral o que en los leves y patéticos cuentos. No sé muy bien cómo razonar mi desvío; en las tres novelas americanas y en el Fauno de mármol sólo veo una serie de situaciones, urdidas con destreza profesional para conmover al lector, no una espontánea y viva actividad de la imaginación. Ésta (lo repito) ha obrado el argumento general y las digresiones, no la trabazón de los episodios y la psicología —de algún modo tenemos que llamarla— de los actores.

Johnson observa que a ningún escritor le gusta deber algo a sus contemporáneos; Hawthorne los ignoró en lo posible. Quizá obró bien; quizá nuestros contemporáneos —siempre— se parecen demasiado a nosotros, y quien busca novedades las hallará con más facilidad en los antiguos. Hawthorne, según sus biógrafos, no leyó a De Quincey, no leyó a Keats, no leyó a Víctor Hugo —que tampoco se leyeron entre ellos—. Groussac no toleraba que un americano pudiera ser original; en Hawthorne denunció “la notable influencia de Hoffmann”; dictamen que parece fundado en una equitativa ignorancia de ambos autores. La imaginación de Hawthorne es romántica; su estilo, a pesar de algunos excesos, corresponde al siglo XVIII, al débil fin del admirable sido XVIII.
He leído varios fragmentos del diario que Hawthorne escribió para distraer su larga soledad; he referido, siquiera brevemente, dos cuentos; ahora leeré una página del Marble Faun para que ustedes oigan a Hawthorne. El tema es aquel pozo o abismo que se abrió, según los historiadores latinos, en el centro del Foro y en cuya ciega hondura un romano se arrojó, armado y a caballo, para propiciar a los dioses. Reza el texto de Hawthorne:
“Resolvamos —dijo Kenyon— que éste es precisamente el lugar donde la caverna se abrió, en la que el héroe se lanzó con su buen caballo. Imaginemos el enorme y oscuro hueco, impenetrablemente hondo, con vagos monstruos y con caras atroces mirando desde abajo y llenando de horror a los ciudadanos que se habían asomado a los bordes. Adentro había, a no dudarlo, visiones proféticas (intimaciones de todos los infortunios de Roma), sombras de galos y de vándalos y de los soldados franceses. ¡Qué lástima que lo cerraron tan pronto! Yo daría cualquier cosa por un vistazo.
“Yo creo —dijo Miriam— que no hay persona que no eche una mirada a esa grieta, en momentos de sombra y de abatimiento, es decir, de intuición.
“Esa grieta —dijo su amigo— era sólo una boca del abismo de oscuridad que está debajo de nosotros, en todas partes. La sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre ese abismo y que mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla; basta apoyar el pie. Hay que pisar con mucho cuidado. Inevitablemente, al fin nos hundimos. Fue un tonto alarde de heroísmo el de Curcio cuando se adelantó a arrojarse a la hondura, pues Roma entera, como ven, ha caído adentro. El Palacio de los Césares ha caído, con un ruido de piedras que se derrumba. Todos los templos han caído, y luego han arrojado miles de estatuas. Todos los ejércitos y los triunfos han caído, marchando, en esa caverna, y tocaba la música marcial mientras se despeñaban...”

Hasta aquí, Hawthorne. Desde el punto de vista de la razón (de la mera razón que no debe entrometerse en las artes) el ferviente pasaje que he traducido es indefendible. La grieta que se abrió en la mitad del foro es demasiadas cosas. En el curso de un solo párrafo es la grieta de que hablan los historiadores latinos y también es la boca del Infierno “con vagos monstruos y con caras atroces” y también es el horror esencial de la vida humana y también es el Tiempo, que devora estatuas y ejércitos, y también es la Eternidad, que encierra los tiempos. Es un símbolo múltiple, un símbolo capaz de muchos valores, acaso incompatibles. Para la razón, para el entendimiento lógico, esta variedad de valores puede constituir un escándalo, no así para los sueños que tienen su álgebra singular y secreta, y en cuyo ambiguo territorio una cosa puede ser muchas. Ese mundo de sueños es el de Hawthorne.

Éste se propuso una vez escribir un sueño, “que fuera como un sueño verdadero, y que tuviera la incoherencia, las rarezas y la falta de propósito de los sueños” y se maravilló de que nadie, hasta el día de hoy, hubiera ejecutado algo semejante. En el mismo diario en que dejó escrito ese extraño proyecto —que toda nuestra literatura “moderna” trata vanamente de ejecutar, y que, tal vez, sólo ha realizado Lewis Carroll— anotó miles de impresiones triviales de pequeños rasgos concretos (el movimiento de una gallina, la sombra de una rama en la pared) que abarcan seis volúmenes, cuya inexplicable abundancia es la consternación de todos los biógrafos. “Parecen cartas agradables e inútiles —escribe con perplejidad Henry James— que se dirigiera a sí mismo un hombre que abrigara el temor de que las abrieran en el correo y que hubiera resuelto no decir nada comprometedor.” Yo tengo para mí que Nathaniel Hawthorne registraba, a lo largo de los años, esas trivialidades para demostrarse a sí mismo que él era real, para liberarse, de algún modo, de la impresión de irrealidad, de fantasmidad, que solía visitarlo.

En uno de los días de 1840 escribió: “Aquí estoy en mi cuarto habitual, donde me parece estar siempre. Aquí he concluido muchos cuentos, muchos que después he quemado; muchos que sin duda, merecen ese ardiente destino. Esta es una pieza embrujada, porque miles y miles de visiones han poblado su ámbito, y algunas ahora son visibles al mundo. A veces creía estar en la sepultura, helado y detenido y entumecido; otras, creía ser feliz… Ahora empiezo a comprender por qué fui prisionero tantos años en este cuarto solitario y por qué no pude romper sus rejas invisibles. Si antes hubiera conseguido evadirme, ahora sería duro y áspero y tendría el corazón cubierto de polvo terrenal… En verdad, sólo somos sombras...” En las líneas que acabo de transcribir, Hawthorne menciona “miles y miles de visiones”. La cifra no es acaso una hipérbole; los doce tomos de las obras completas de Hawthorne incluyen ciento y tantos cuentos, y éstos son unos pocos de los muchísimos que abocetó en su diario. (Entre los concluidos hay uno —Mr. Higginbotham's Catastrophe [La muerte repetida]— que prefigura el género policial que inventaría Poe.) Miss Margaret Fuller, que lo trató en la comunidad utópica de Brook Farm, escribió después: “De aquel océano sólo hemos tenido unas gotas”, y Emerson, que también era amigo suyo, creía que Hawthorne no había dado jamás toda su medida. Hawthorne se casó en 1842, es decir, a los treinta y ocho años; su vida, hasta esa fecha, fue casi puramente imaginativa, mental. Trabajó en la aduana de Boston, fue cónsul de los Estados Unidos en Liverpool, vivió en Florencia, en Roma y en Londres, pero su realidad fue, siempre, el tenue mundo crepuscular, o lunar, de las imaginaciones fantásticas.

En el principio de esta clase he mencionado la doctrina del psicólogo Jung que equipara las invenciones literarias a las invenciones oníricas, la literatura a los sueños. Esta doctrina no parece aplicable a las literaturas que usan el idioma español, clientes del diccionario y de la retórica, no de la fantasía. En cambio, es adecuada a las letras de América del Norte. Éstas (como las de Inglaterra o las de Alemania) son más capaces de inventar que de transcribir, de crear que de observar. De ese rasgo, procede la curiosa veneración que tributan los norteamericanos a las obras realistas y que los mueve a postular, por ejemplo, que Maupassant es más importante que Hugo. La razón es que un escritor norteamericano tiene la posibilidad de ser Hugo; no, sin violencia, la de ser Maupassant. Comparada con la de los Estados Unidos, que ha dado varios hombres de genio, que ha influido en Inglaterra y en Francia, nuestra literatura argentina corre el albur de parecer un tanto provincial; sin embargo, en el siglo XIX, produjo algunas páginas de realismo —algunas admirables crueldades de Echeverría, de Ascasubi, de Hernández, del ignorado Eduardo Gutiérrez— que los norteamericanos no han superado (tal vez no han igualado) hasta ahora. Faulkner, se objetará, no es menos brutal que nuestros gauchescos. Lo es, ya lo sé, pero de un modo alucinatorio. De un modo infernal, no terrestre. Del modo de los sueños, del modo inaugurado por Hawthorne.

Este murió el dieciocho de mayo de 1864, en las montañas de New Hampshire. Su muerte fue tranquila y fue misteriosa, pues ocurrió en el sueño. Nada nos veda imaginar que murió soñando y hasta podemos inventar la historia que soñaba —la última de una serie infinita— y de qué manera la coronó o la borró la muerte. Algún día, acaso, la escribiré y trataré de rescatar con un cuento aceptable esta deficiente y harto digresiva lección.

Van Wyck Brooks, en The Flowering of New England, D. H. Lawrence en Studies in Classic American Litterature y Ludwig Lewisohn, en The Story of American Literature, analizan o juzgan la obra de Hawthorne. Hay muchas biografías. Yo he manejado la que Henry James redactó en 1879 para la serie English men of Letters, de Morley.

Muerto Hawthorne, los demás escritores heredaron su tarea de soñar. En la próxima clase estudiaremos, si lo tolera la indulgencia de ustedes, la gloria y los tormentos de Poe, en quien el sueño se exaltó a pesadilla.

Este texto es el de una conferencia dictada en el colegio Libre de Estudios Superiores, en marzo de 1949. Editado posteriormente en Otras Inquisiciones, año 1952.


Wakefield
In some old magazine or newspaper, I recollect a story, told as truth, of a man - let us call him Wakefield - who absented himself for a long time, from his wife. The fact, thus abstractedly is not very uncommon, nor - without a proper distinction of circumstances - to be condemned either as naughty or nonsensical. Howbeit, this, though far from the most aggravated, is perhaps the strangest instance, on record, of marital delinquency; and, moreover, as remarkable a freak as may be found in the whole list of human oddities. The wedded couple lived in London. The man, under presence of going a journey, took lodgings in the next street to his own house, and there, unheard of by his wife or friends, and without the shadow of a reason for such self-banishment, dwelt upwards of twenty years. During that period, he beheld his home every day, and frequently the forlorn Mrs. Wakefield. And after so great a gap in his matrimonial felicity - when his death was reckoned certain, his estate settled, his name dismissed from memory, and his wife, long, long ago, resigned to her autumnal widowhood - he entered the door one evening, quietly, as from a day's absence, and became a loving spouse till death.
     This outline is all that I remember. But the incident, though of the purest originality, unexampled, and probably never to be repeated, is one, I think, which appeals to the general sympathies of mankind. We know, each for himself, that none of us would perpetrate such a folly, yet feel as if some other might. To my own contemplations, at least, it has often recurred, always wonder, but with a sense that the story must be true, and a conception of its hero's character. Whenever any subject so forcibly affects the mind, time is well spent in thinking of it. If the reader choose, let him do his own meditation; or if he prefer to ramble with me through the twenty years of Wakefield's vagary, I bid him welcome; trusting that there will be a pervading spirit and a moral, even should we fail to find them, done up neatly, and condensed into the final sentence. Thought has always its efficacy, and every striking incident its moral.

What sort of a man was Wakefield? We are free to shape out our own idea, and call it by his name. He was now in the meridian of life; his matrimonial affections, never violent, were sobered into a calm, habitual sentiment; of all husbands, he was likely to be the most constant, because a certain sluggishness would keep his heart at rest, wherever it might be placed. He was intellectual, but not actively so; his mind occupied itself in long and lazy musings, that tended to no purpose, or had not vigor to attain it; his thoughts were seldom so energetic as to seize hold of words. Imagination, in the proper meaning of the term, made no part of Wakefield's gifts. With a cold, but not depraved nor wandering heart, and a mind never feverish with riotous thoughts, nor perplexed with originality, who could have anticipated, that our friend would entitle himself to a foremost place among the doers of eccentric deeds? Had his acquaintances been asked, who was the man in London, the surest to perform nothing to-day which should be remembered on the morrow, they would have thought of Wakefield. Only the wife of his bosom might have hesitated. She, without having analyzed his character, was partly aware of a quiet selfishness, that had rusted into his inactive mind - of a peculiar sort of vanity, the most uneasy attribute about him - of a disposition to craft, which had seldom produced more positive effects than the keeping of petty secrets, hardly worth revealing - and, lastly, of what she called a little strangeness, sometimes, in the good man. This latter quality is indefinable, and perhaps non-existent.
     Let us now imagine Wakefield bidding adieu to his wife. It is the dusk of an October evening. His equipment is a drab great-coat, a hat covered with an oil-cloth, top boots, an umbrella in one hand and a small portmanteau in the other. He has informed Mrs. Wakefield that he is to take the night-coach into the country. She would fain inquire the length of his journey, its object, and the probable time of his return; but, indulgent to his harmless love of mystery, interrogates him only by a look. He tells her not to expect him positively by the return coach, nor to be alarmed should he tarry three or four days; but, at all events, to look for him at supper on Friday evening. Wakefield himself, be it considered, has no suspicion of what is before him. He holds out his hand; she gives her own, and meets his parting kiss, in the matter-of-course way of a ten years' matrimony; and forth goes the middle-aged Mr. Wakefield, almost resolved to perplex his good lady by a whole week's absence. After the door has closed behind him, she perceives it thrust partly open, and a vision of her husband's face, through the aperture, smiling on her, and gone in a moment. For the time, this little incident is dismissed without a thought. But, long afterwards, when she has been more years a widow than a wife, that smile recurs, and flickers across all her reminiscences of Wakefield's visage. In her many musings, she surrounds the original smile with a multitude of fantasies, which make it strange and awful; as, for instance, if she imagines him in a coffin, that parting look is frozen on his pale features; or, if she dreams of him in Heaven, still his blessed spirit wears a quiet and crafty smile. Yet, for its sake, when all others have given him up for dead, she sometimes doubts whether she is a widow.
 But, our business is with the husband. We must hurry after him, along the street, erehelose his individuality, and melt into the great mass of London life. It would be vain searching for him there. Let us follow close at his heels, therefore, until, after several superfluous turns and doublings, we find him comfortably established by the fireside of a small apartment, previously bespoken. He is in the next street to his own, and at his journey's end. He can scarcely trust his good fortune, in having got thither unperceived - recollecting that, at one time, he was delayed by the throng, in the very focus of a lighted lantern; and, again, there were footsteps, that seemed to tread behind his own, distinct from the multitudinous tramp around him; and, anon, he heard a voice shouting afar, and fancied that it called his name. Doubtless, a dozen busy-bodies had been watching him, and told his wife the whole affair. Poor Wakefield! Little knowest thou shine own insignificance in this great world! No mortal eye but mine has traced thee. Go quietly to thy bed, foolish man; and, on the morrow, if thou wilt be wise, get thee home to good Mrs. Wakefield, and tell her the truth. Remove not thyself, even for a little week, from thy place in her chaste bosom. Were she, for a single moment, to deem thee dead, or lost, or lastingly divided from her, thou wouldst be woefully conscious of a change in thy true wife, forever after. It is perilous to make a chasm in human affections; not that they gape so long and wide-but so quickly close again!
     Almost repenting of his frolic, or whatever it may be termed, Wakefield lies down betimes, and starting from his first nap, spreads forth his arms into the wide and solitary waste of the unaccustomed bed. "No" - thinks he, gathering the bed-clothes about him - "I will not sleep alone another night."
     In the morning, he rises earlier than usual, and sets himself to consider what he really means to do. Such are his loose and rambling modes of thought, that he has taken this very singular step, with the consciousness of a purpose, indeed, but without being able to define it sufficiently his own contemplation. The vagueness of the project, and the convulsive effort with which he plunges into the execution of it, are equally characteristic of a feeble-minded man. Wakefield sifts his ideas, however, as minutely as he may, and finds himself curious to know the progress of matters at home - how his exemplary wife will endure her widowhood, of a week; and, briefly, how the little sphere of creatures and circumstances, in which he was a central object, will be affected by his removal. A morbid vanity, therefore, lies nearest the bottom of the affair. But, how is he to attain his ends? Not, certainly, by keeping close in this comfortable lodging, where, though he slept and awoke in the next street to his home, he is as effectually abroad, as if the stage-coach had been whirling him away all night. Yet, should he reappear, the whole project is knocked in the head. His poor brains being hopelessly puzzled with this dilemma, he at length ventures out, partly resolving to cross the head of the street, and send one hasty glance towards his forsaken domicile. Habit - for he is a man of habits - takes him by the hand, and guides him, wholly unaware, to his own door, where, just at the critical moment, he is aroused by the scraping of his foot upon the step. Wakefield! whither are you going?
At that instant, his fate was turning on the pivot. Little dreaming of the doom to which his first backward step devotes him, he hurries away, breathless with agitation hitherto unfelt, and hardly dares turn his head, at the distant corner. Can it be, that nobody caught sight of him? Will not the whole household - the decent Mrs. Wakefield, the smart maid-servant, and the dirty little foot-boy - raise a hue-and-cry, through London streets, in pursuit of their fugitive lord and master? Wonderful escape! l legathers courage to pause and look homeward, but is perplexed with a sense of change about the familiar edifice, such as affects us all, when, after a separation of months or years, we again see some hill or lake, or work of art, with which we were friends, of old. In ordinary cases, this indescribable impression is caused by the comparison and contrast between our imperfect reminiscences and the reality. In Wakefield, the magic of a single night has wrought a similar transformation, because, in that brief period, a great moral change has been effected. But this is a secret from himself. Before leaving the spot, he catches a far and momentary glimpse of his wife, passing athwart the front window, with her face turned towards the head of the street. The crafty nincompoop takes to his heels, scared with the idea, that, among a thousand such atoms of mortality, her eye must have detected him. Right glad is his heart, though his brain be somewhat dizzy, when he finds himself by the coal-fire of his lodgings.
     So much for the commencement of this long whim-wham. After the initial conception, and the stirring up of the man's sluggish temperament to put it in practice, the whole matter evolves itself in a natural train. We may suppose him, as the result of deep deliberation, buying a new wig, of reddish hair, and selecting sundry garments, in a fashion unlike his customary suit of brown, from a Jew's old-clothes bag. It is accomplished. Wakefield is another man. The new system being now established, a retrograde movement to the old would be almost as difficult as the step that placed him in his unparalleled position. Furthermore, he is rendered obstinate by a sulkiness, occasionally incident to his temper, and brought on, at present, by the inadequate sensation which he conceives to have been produced in the bosom of Mrs. Wakefield. He will not go back until she be frightened half to death. Well, twice or thrice has she passed before his sight, each time with a heavier step, a paler cheek, and more anxious brow; and, in the third week of his non-appearance, he detects a portent of evil entering the house, in the guise of an apothecary. Next day, the knocker is muffled. Towards night-fall, comes the chariot of a physician, and deposits its big-wigged and solemn burthen at Wakefield's door, whence, after a quarter of an hour's visit, he emerges, perchance the herald of a funeral. Dear woman! Will she die? By this time, Wakefield is excited to something like energy of feeling, but still lingers away from his wife's bedside, pleading with his conscience, that she must not be disturbed at such a juncture. If aught else restrains him, he does not know it. In the course of a few weeks, she gradually recovers; the crisis is over; her heart is sad, perhaps, but quiet; and, let him return soon or late, it will never be feverish for him again. Such ideas glimmer through the mist of Wakefield's mind, and render him indistinctly conscious, that an almost impassable gulf divides his hired apartment from his former home. "It is but in the next street!" he sometimes says. Fool! it is in another world. Hitherto, he has put off his return from one particular day to another; henceforward, he leaves the precise time undetermined. Not to-morrow - probably next week - pretty soon. Poor man! The dead have nearly as much chance of re-visiting their earthly homes, as the self-banished Wakefield.

Would that I had a folio to write, instead of an article of a dozen pages! Then might I exemplify how an influence, beyond our control, lays its strong hand on every deed which we do, and weaves its consequences into an iron tissue of necessity. Wakefield is spell-bound. We must leave him, for ten years or so, to haunt around his house, without once crossing the threshold, and to be faithful to his wife, with all the affection of which his heart is capable, while he is slowly fading out of hers. Long since, it must be remarked, he has lost the perception of singularity in his conduct.
     Now for a scene! Amid the throng of a London street, we distinguish a man, now waxing elderly, with few characteristics to attract careless observers, yet bearing, in his whole aspect, the hand-writing of no common fate, for such as have the skill to read it. He is meagre; his low and narrow forehead is deeply wrinkled; his eyes, small and lustreless, sometimes wander apprehensively about him, but oftener seem to look inward. He bends his head, but moves with an indescribable obliquity of gait, as if unwilling to display his full front to the world. Watch him, long enough to see what we have described, and you will allow, that circumstances - which often produce remarkable men from nature's ordinary handiwork - have produced one such here. Next, leaving him to sidle along the foot-walk, cast your eyes in the opposite direction, where a portly female, considerably in the wane of life, with a prayer-book in her hand, is proceeding to yonder church. She has the placid mien of settled widowhood. Her regrets have either died away, or have become so essential to her heart, that they would be poorly exchanged for joy. Just as the lean man and well conditioned woman are passing, a slight obstruction occurs, and brings these two figures directly in contact. Their hands touch; the pressure of the crowd forces her bosom against his shoulder; they stand, face to face, staring into each other's eyes. After a ten years' separation, thus Wakefield meets his wife!

 The throng eddies away, and carries them asunder. The sober widow, resuming her former pace, proceeds to church, but pauses in the portal, and throws a perplexed glance along the street. She passes in, however, opening her prayer-book as she goes. And the man? With so wild a face, that busy and selfish London stands to gaze after him, he hurries to his lodgings, bolts the door, and throws himself upon the bed. The latent feelings of years break out; his feeble mind acquires a brief energy from their strength; all the miserable strangeness of his life is revealed to him at a glance; and he cries out, passionately - "Wakefield! Wakefield! You are mad!"
     Perhaps he was so. The singularity of his situation must have so moulded him to itself, that, considered in regard to his fellow-creatures and the business of life, he could not be said to possess his right mind. He had contrived, or rather he had happened, to dissever himself from the world - to vanish - to give up his place and privileges with living men, without being admitted among the dead. The life of a hermit is nowise parallel to his. He was in the bustle of the city, as of old; but the crowd swept by, and saw him not; he was, we may figuratively say, always beside his wife, and at his hearth, yet must never feel the warmth of the one, nor the affection of the other. It was Wakefield's unprecedented fate, to retain his original share of human sympathies, and to be still involved in human interests, while he had lost his reciprocal influence on them. It would be a most curious speculation, to trace out the effect of such circumstances on his heart and intellect, separately, and in unison. Yet, changed as he was, he would seldom be conscious of it, but deem himself the same man as ever; glimpses of the truth, indeed, would come, but only for the moment; and still he would keep saying - "I shall soon go back!" - nor reflect, that he had been saying so for twenty years.
     I conceive, also, that these twenty years would appear, in the retrospect, scarcely longer than the week to which Wakefield had at first limited his absence. He would look on the affair as no more than an interlude in the main business of his life. When, after a little while more, he should deem it time to re-enter his parlor, his wife would clap her hands for joy, on beholding the middle-aged Mr. Wakefield. Alas, what a mistake! Would Time but await the close of our favorite follies, we should be young men, all of us, and till Doom's Day.

One evening, in the twentieth year since he vanished, Wakefield is taking his customary walk towards the dwelling which he still calls his own. It is a gusty night of autumn, with frequent showers, that patter down upon the pavement, and are gone, before a man can put up his umbrella. Pausing near the house, Wakefield discerns, through the parlor windows of the second floor, the red glow, and the glimmer and fitful flash, of a comfortable fire. On the ceiling, appears a grotesque shadow of good Mrs. Wakefield. The cap, the nose and chin, and the broad waist, form an admirable caricature, which dances, moreover, with the up-flickering and down-sinking blaze, almost too merrily for the shade of an elderly widow. At this instant, a shower chances to fall, and is driven, by the unmannerly gust, full into Wakefield's face and bosom. He is quite penetrated with its autumnal chill. Shall he stand, wet and shivering here, when his own hearth has a good fire to warm him, and his own wife will run to fetch the gray coat and small-clothes, which, doubtless, she has kept carefully in the closet of their bed-chamber? No! Wakefield is no such fool. He ascends the steps - heavily! - for twenty years have stiffened his legs, since he came down - but he knows it not. Stay, Wakefield! Would you go to the sole home that is left you? Then step into your grave! The door opens. As he passes in, we have a parting glimpse of his visage, and recognize the crafty smile, which was the precursor of the little joke, that he has ever since been playing off at his wife's expense. How unmercifully has he quizzed the poor woman! Well; a good night's rest to Wakefield!
     This happy event - supposing it to be such - could only have occurred at an unpremeditated moment. We will not follow our friend across the threshold. He has left us much food for thought, a portion of which shall lend its wisdom to a moral; and be shaped into a figure. Amid the seeming confusion of our mysterious world, individuals are so nicely adjusted to a system, and systems to one another, and to a whole, that, by stepping aside for a moment, a man exposes himself to a fearful risk of losing his place forever. Like Wakefield, he may become, as it were, the Outcast of the Universe.