Thursday, July 16, 2009

Aconteció en las inmensas soledades de Toro Amarillo. Allá, una casa rompe la unidad de la selva, y fue Jenaro Salas quien primero arrancó unos árbole


Los dos cuentos que menciona Seymour Menton:
La Bocaracá y A la Deriva



La bocaracá

Carlos Salazar Herrera: Cuentos de Angustias y Paisajes

Aconteció en las inmensas soledades de Toro Amarillo.
Allá, una casa rompe la unidad de la selva, y fue Jenaro Salas quien primero arrancó
unos árboles para sembrar su áspera vivienda.
Era un galerón de palos cubiertos de corteza, que se asomaba a la orilla de un camino
abandonado. En el invierno... una ciénaga; en el verano... un polvazal.
La casucha veíase aún más humilde, bajo la arquitectura de una ceiba, casi tan alta
como una plegaria.
Jenaro era un hombre atribulado, porque pensaba que la tierra lo malquería; la juzgó
en su contra y quizás por eso, la región a veces lo atormentaba y a veces, también, se reía
de él. Acabó por sentir miedo de la soledad, de las tinieblas y del silencio, y vivió con un
temor incesante... no sabía de qué.
De noche tardaba el sueño en llegar a sus ojos, y era entonces cuando la respiración
de su mujer y de su hijito, o el chisporroteo de algún tizón que quedara vivo en la cocina,
le servían de consuelo o gozo.
En las noches sin luna, una llamita en la linterna tenía el poder de un faro.
Cierta tarde, regresaba Jenaro Salas de su trabajo de montaña, tirando de una
carretilla cargada de súrtubas y palmitos. Al acercarse a su rancho, halló en el portón a su
pequeño hijito, que lloraba con claros deseos de contar algo que no sabía decir.
Movido por el temor, Jenaro no se ocupó más del niño. Echó a correr y se metió en la
casa,..
Pero en la casa no estaba su mujer.
La llamó varias veces. Muy angustiado se asomó por la puerta trasera. Dirigió su
vista en todas direcciones, como una brújula agitada; al fin se clavó en el norte, hacia
abajo, junto al riachuelo que transcurría a una pedrada de lejos.
Corrió otra vez. Allí estaba su mujer, tendida en el suelo, lívida, inconsciente. Dos de
los nudillos de su mano izquierda sangraban. Cerca de ella había una serpiente de unos
dos palmos de longitud, con la cabeza aplastada y todavía en convulsiones.
Era una bocaracá.
Jenaro no ignoraba que en aquellos casos, unos minutos malgastados eran de la
muerte. No debía perder tiempo en aplicar inútiles remedios caseros, ni en consolar al
niño que lloraba, con los ojitos como dos preguntas. Iría a buscar suero contra la
mordedura de serpientes, y para hallarlo necesitaba consumir veinte kilómetros de mal
camino.
Arrastró a su mujer hasta la casa y allí la dejó tirada sobre un camastro.
Buscó su caballo. Hizo riendas de un cordel. Arrebató un látigo a un árbol. Montó en
pelo la bestia y, azotándola en ambas ancas, la echó a correr desenfrenada sobre la
grosería del camino.
Echemos atrás y conozcamos lo que había ocurrido:
Tana, la mujer de Jenaro Salas, hallábase aquella tarde en sus quehaceres, cuando vio
llegar a su niño dando voces de contento. Había encontrado un objeto raro y de bonitos
colores.
Era una serpiente bocaracá. La llevaba cogida por el cuello.
La madre tuvo el valor de ahogar un grito y salir moderadamente al encuentro de su
hijito, a pedirle que le diera para mirar aquel extraño bejuco; pero el niño tenía ganas de
jugar, y echó a correr vereda abajo, llevando la víbora aprisionada en su traviesa mano.
Ella lo siguió, como jugando, mientras oraba con mudos gritos interiores, para que su
niño no fuera a tropezar y caer... o para que no acercara su manita libre a la cabeza de la
serpiente.
Logró alcanzarlo, cuando se detuvo a la orilla del riachuelo.
La madre llegó donde su niño, cantando una canción que había olvidado.
Llegó por la espalda de la criatura. La canción se estaba transformando en súplica.
Pudo sujetarlo por las muñecas. La súplica empezó a volverse llanto.
El niño reía. El llanto de la mujer se convirtió también en risa.
Tana extendió los pequeños brazos en cruz, como si fuera una penitencia. Luego fue
deslizando su mano derecha por el brazo de la criatura, hasta llegar a oprimir la manita,
para que no soltara la víbora.
Se puso de rodillas. Luego se sentó en el suelo.
Prensó entre sus piernas el brazo izquierdo del niño. Con su mano libre empezó a
desdoblar los inocentes dedos, tratando de sustituirlos, poco a poco, con los de su mano
izquierda que temblaba de miedo.
El horror le daba a la mujer una risa espantosa, en tanto el niño reía de buena gana,
por aquel divertido juego con su madre.
La víbora, arrollada en los brazos, con su cuerpo verde, negro y oropel, era como una
doble ajorca.
—¡Dame ese bejuco!...
—¡Dame esa culebra!...
—¡Dame esa bocaracá!...
—¡No seas ingrato, hijito mío!...
—¡Dame ese demonio!...
Por fin, la cabeza de la serpiente había pasado, sin vaciar sus colmillos, a la mano
triunfante de la madre.
El niño empezó a llorar.
La mujer cogió una piedra y con ella, aplastó la cabeza de la víbora.
Al golpear se hizo dos pequeñas heridas en los nudillos de su mano izquierda.
Después...
Después se desbordó el terror forzosamente dominado, y se desmayó ahí mismo, con
el espíritu desprendido.
Cuando el espíritu volvió, hallóse Tana tendida en su camastro. Se levantó
precipitándose en seguida hacia la puerta de su rancho, y vio a su esposo. Volaba en su
caballo.
Lo llamó:
—¡Jenaro!
Lo llamó a gritos:
—¡Jenaro!, ¡Jenaro!...
A gritos desesperados:
—¡No ha pasado nada!... ¡Jenaro!...
Pero ya el hombre había desaparecido detrás de un atormentado nubarrón de polvo.

A la deriva
[Cuento. Texto completo]

Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves...

Y cesó de respirar.

FIN


La impotencia humana en "A la deriva" de Horacio Quiroga

El cuento "A la deriva" de Horacio Quiroga trata el tema del hombre frente a la naturaleza. Al principio de este cuento, Paulino, el protagonista, pisa una serpiente venenosa que le da una mordedura en el pie. A causa de este incidente, Paulino inicia una serie de acciones que termina en un viaje por el río Paraná hacia un pueblo vecino donde espera que le salven la vida. Sin embargo, todos los esfuerzos del protagonista resultan inútiles y Paulino muere en su canoa flotando río abajo. La frase "a la deriva" se aplica a una embarcación que va sin dirección, a merced de las corrientes y las olas, tal como la canoa de Paulino al fin del cuento. El título señala la impotencia del ser humano frente al poder inconsciente de la naturaleza. Para comprobar la validez de esta tesis, veamos cómo el texto presenta los remedios que Paulino prueba para contrarrestar los efectos mortales de este encuentro con la naturaleza.
Inmediatamente después de la mordedura, Paulino toma dos medidas perfectamente comprensibles.

El hombre echó una ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó como de lomo, dislocándole las vértebras. (92)
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló... Apresuradamente ligó el tobillo con su pañuelo, y siguió por la picada hacia su rancho. (92)


Matar la víbora es la reacción normal de un hombre en estas circunstancias; sin embargo, es también una acción inútil. La serpiente ya lo ha mordido y el matarla ahora no puede cambiar nada. También es normal y lógico vendar la herida y tratar de impedir que el veneno invada todo el cuerpo. No obstante, este esfuerzo es igualmente vano ya que poco después, sobre "la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla." (92) Paulino ha hecho todo lo que cualquiera hubiera hecho en tales circunstancias, pero sus esfuerzos no le sirven de nada.
Al llegar a casa, Paulino intenta llamar a su esposa, pero apenas puede porque, a causa del veneno, tiene la "garganta reseca" y una sed que "lo devora[ba]." (93) Por fin consigue pedirle caña y traga "uno tras otro dos vasos" sin resultado, porque no siente "nada en la garganta." (93) Bajo los efectos iniciales del veneno el hombre es incapaz de saborear la caña y de apagar la sed que lo tortura.
Es entonces que Paulino decide que el mejor remedio es echar su canoa al río y emprender el largo viaje al pueblo vecino. Poco después de llegar al medio del río, las manos le fallan y él se da cuenta de que necesita ayuda para llegar al pueblo. Consigue atracar la canoa cera de la casa de su compadre Alves y empieza a llamarlo. Cuando Alves no responde, el lector se queda con la duda de por qué será. Sin embargo, podemos recordar que Paulino dijo que "hacía mucho tiempo que estaban disgustados" (95) y podemos concluir que esta capacidad esencialmente humana de enemistarse con los demás explica el fracaso de su esfuerzo.
Ya casi vencido, Paulino vuelve al río. El paisaje que rodea la canoa y a su pasajero deja la impresión de una belleza poderosa y eterna, como vemos en el siguiente pasaje.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, siempre la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. (95)
Pero el texto nos recuerda en seguida de la amenaza escondida detrás de esta belleza: "El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte." (95) La tarde y las fuerzas del hombre se acaban simultáneamente. El hombre moribundo se pone cada vez más débil: su "sombría energía" gradualmente se transforma en "manos dormidas" y el hombre, ya "exhausto," se reduce a un bulto sin fuerzas "tendido de pecho" en la canoa. (94-95) En contraste, la naturaleza empieza s lucir colores dorados, triunfantes: "El cielo, al Poniente, se abría ahora en pantalla de oro y el río se había coloreado también." (96)
En el contexto de esta "majestad única" y poder sempiterno, las alucinaciones que ahora tiene Paulino sirven para destacar, otra vez, la impotencia de la condición humana. El hombre ha empezado a sentirse mejor y con este bienestar viene "una somnolencia llena de recuerdos." (96) Piensa en su ex-patrón Dougald y en el tiempo exacto que hace que no lo ve.
¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente. (97)


Tanto como la propensión de enemistarnos con otros por años, es típico de los seres humanos el tratar de pensar y operar lógica y precisamente y de imponer orden en las cosas, en este caso el intento obsesivo de asignarle una fecha exacta a un suceso. Otra vez, el texto nos muestra que en el eterno conflicto entre el hombre y la naturaleza, estas tendencias no nos sirven de nada. El recuerdo de otro antiguo conocido surge en la mente de Paulino y, mientras intenta precisar el día en que lo conoció ("¿Viernes? Sí, o jueves..."),

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
- Un jueves...
Y cesó de respirar. (97)
"A la deriva" es un cuento breve, de aproximadamente tres páginas, así que no llegamos a conocer bien a Paulino. A pesar de esta brevedad, observamos en él la capacidad humana de tener sentimientos como la venganza y el resentimiento, de pensar con lógica, la obsesión con la precisión y, también, el instinto de autoconservación. Estos rasgos definen gran parte del carácter del ser humano, pero son inconsecuentes contra el inmenso poder de la naturaleza, representado aquí por una víbora y el río Paraná.

Los linderos de la pasión: Cuentos de
angustias y paisajes, de Carlos Salazar Herrera

Flora Ovares Universidad Nacional de Costa Rica
Hipertexto arlos Salazar Herrera (Costa Rica, 1906-1980) es conocido sobre todo por Cuentos
Hipertexto 3 (2006)
47
de angustias y paisajes, editado en 1947, colección de veintiocho relatos cortos, ilustrados con grabados en madera del propio autor, tres de los cuales habían aparecido en forma independiente en 1936. A esta primera versión agregó dos cuentos en la quinta, de 1974. Algunos de estos textos habían sido publicados en Repertorio Americano y el diario La República. C
La crítica ha destacado en sus cuentos la originalidad lograda en la metáfora, la brevedad y la precisión del estilo, el cromatismo y la unidad entre la psicología y el paisaje (Bonilla, 1957: 122). Se ha señalado también el vigor de su prosa y la tendencia a la estilización en el tratamiento del paisaje lo que se acompaña de la concisión en el dibujo de la psicología del personaje (Portuguez, 1964: 181-183). Se ha estudiado también su concepción del cuento de acuerdo con los principios de la tensión y la intensidad, así como el efecto desrealizador de su estilo (Ovares y Rojas, 1995: 122-125). Otro elemento analizado por la crítica es el papel de estos relatos en la construcción del discurso nacional (Ovares y otros, 1993: 214-221).
A partir del título de la colección, este artículo estudia los vínculos entre el tratamiento del paisaje y el lugar de las pasiones humanas. Se indica la función del estilo, que integra estéticamente la naturaleza y los personajes de diversos entornos del país. El libro apela así a la participación del lector, encargado de constituir el paisaje nacional -natural y humano-, en el acto de la lectura. La estructura sutilmente policial de algunos cuentos confirma este desafío al lector.



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