por Armando Roa
a Luis Cernuda y Michael Landmann
Espeleólogo de las abigarradas profundidades del alma humana, Robert Browning, el más religioso de los poetas de la era victoriana, después de casi seis siglos, confrontando la noción de existir con la noción de pensar, será el primero en trasvasijar a la poesía inglesa el legado espiritual del voluntarismo inglés procedente de Duns Scoto, el Doctor Sutil, quien apartándose de los logros del aristotelismo triunfante, iniciará en pleno siglo XIII el lento proceso de demolición de la gran tradición escolástica. Por cierto que la vertiente religiosa de la poesía de Browning no se agota en Scoto; en ella confluirán teólogos tanto de la ortodoxia como de la heterodoxia católica y protestante, desde Agustín a Lutero; místicos y visionarios como Eckhart, Böhme, Swedenborg o el propio Manuel Lacunza, el religioso chileno del siglo XVIII, cuyo pensamiento milenarista, recogido por figuras de la talla de Coleridge y Carlyle, será profusamente difundido en Inglaterra por David Irving. Sin embargo, ninguno de los anteriores alcanzará en Browning la relevancia de Scoto, santo y seña del poeta a la hora de defender la individualidad última de todo lo creado, entendida aquélla de manera primigenia como voluntad o querer.
Desde sus más tempranos monólogos dramáticos, se comienza a esbozar en Browning la convicción de que el pensamiento, lejos de configurarse como una región autárquica del ser, es un entramado de afanes al dictado de los afectos. La plenitud en esta vida sólo se alcanza en el amor, guía e impulsor de la voluntad. No hay entonces mayor inteligencia que la virtud; tampoco mejor razón que el propósito. La primacía de la voluntad sobre el intelecto como característica humana diferencial será también la tesis defendida por dos autores británicos posteriores, Thomas Hardy y Dylan Thomas, aun cuando en ellos resuene el eco de una tradición filosófica radicalmente distinta, la de Schopenhauer, para quien el entendimiento es un fabulador al servicio de la voluntad.
El voluntarismo scotista de Browning espejea también en su optimismo metafísico respecto a la marcha del mundo, tal como atestiguan las canciones del ciclo Pippa Passes . Más allá de las zozobras y padecimientos que tronchan la existencia particular de los hombres, el universo es bueno porque Dios así lo ha querido. La inescrutable voluntad divina, no condicionada por nada ni por nadie, es garantía a la hora de estatuir realidades. Dios crea a su arbitrio. Y en ello radica su dignidad moral. Por eso la bienaventuranza, fin supremo de la criatura, se asimila en Scoto y en Browning al acto perfecto de la voluntad –volición libre, total y eficiente- por medio del cual ésta ansía a Dios por sí mismo.
Pero aún hay más. A diferencia del panteísmo de Shelley, que aborrecía límites postulando una realidad fundida a lo divino, el instinto apolíneo de Browning, consciente de que lo infinito, para poder expresarse, necesita una determinada consistencia que le sirva de soporte, defendió a la forma –también siguiendo a Scoto– como residuo último de la individualidad de cada ser. Dios edifica este mundo porque necesitara seres individuales y concretos que puedan participar de su amor. Es en el corazón de lo singular donde resplandece la verdadera huella de lo eterno. Detrás del confinamiento de cada cuerpo en la temporalidad –afirmará Browning refiriéndose al hombre– subyace un alma cósmica y eterna, espejo de un Dios providente que, contrariamente al Dios brutal y abyecto de Blake o Swinburne, busca en ella el reflejo de su amor.
El concepto del hombre como virtuoso del saber, legado a nosotros por la cultura griega, será en cierta medida ajeno a Browning. Con Scoto descubrirá que la realización humana se liga al obrar y al crear más que al conocer. Las formas propias de su vida puede acuñarlas actuando. Y es allí donde el lenguaje se vuelve fundamental: las cosas, al ser nombradas, nos brindan su hospitalidad, otorgándole un relieve familiar al mundo. La historia de la palabra es la historia del despliegue del hombre sobre la naturaleza; testimonio que saluda, celebra y confirma el quehacer infinito del corazón humano en la lucha del “llegar a ser el que se es”.
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