Borges, el Cartógrafo de la Literatura
Borges, el Cartógrafo de la Literatura
Hugo Santander Ferreira
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En una entrevista concedida en 1963, en Montevideo, Jorge Luis Borges confiesa: «Estoy podrido de literatura. No podría contestar hablando del sol, no suelo pensar directamente en el sol1, sino en las imágenes, textos, relatos del sol.» El sol no le interesaba, de hecho, como un ente concreto, sino como un medio de expresión poética. Discípulo de Berkeley, Borges enfatiza la inmaterialidad de nuestras representaciones:
La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado
Borges asume la literatura como la creación suprema del hombre, más elaborada y misteriosa que el universo inmediato. Hegel categorizó las manifestaciones del pensamiento, situando a la filosofía en la cúspide, sobre el arte y la religión. Sus razones, es de suponer, fueron primordialmente personales. Borges trastocaría este concepto, escribiendo en una de sus páginas que la filosofía no es sino la empresa más ambiciosa de la literatura.
El mundo, como ente físico, sólo le interesa en cuanto corresponde a una tradición literaria. James Irbi escribió en 1960 a propósito de su primer encuentro con Borges en los Estados Unidos: «Está muy entusiasmado con San Francisco, ciudad que antes conocía sólo por las lecturas de Mark Twain, Bret Harte, Norris, Stevenson. '¡San Francisco existe de un modo notable!' -exclama. En general, los Estados Unidos lo llenan de admiración; está muy deseoso de conocer el este: Nueva York, Nueva Inglaterra… 'Es que todo esto salió de ahí, ¿verdad?' Es la primera vez que Borges deja el Río de la Plata desde el año 1924. Está como descubriendo el mundo por primera vez.»2 Borges, de hecho, no sólo descubriría, sino que además seduciría a Norteamérica, elogiando los versos de Robert Frost y recitando pasajes previamente memorizados de Boewulf.
Sus poemas, sus cuentos, sus ensayos, sus reiterativas conferencias y entrevistas, son un elaborado esfuerzo por abarcar, o más bien reseñar, los escritos que le precedieron, pero a diferencia de un erudito o un profesor universitario, Borges no se limita a describir sus lecturas, sino que las recrea, las reinventa o, en sus propios términos, las rescribe. Los sitios que imagina, los escritores que relee, son coordenadas de una vasta topografía imperfecta, olvidada o mal elaborada. Queriendo recordarla, mejorarla o perfeccionarla, su obra, más allá de su valor literario y estilístico, nos conduce por una trama de citas, versos y opiniones, tan extensa como los mapas del Imperio, reseñados por su personaje Suárez Miranda en su libro Viajes de Varones Ilustres: «…En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del imperio toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisfacieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él.»3
Un periodista portugués, a propósito de la publicación de la obra completa de Borges en Lisboa, escribe perplejo que sólo un erudito como Borges es capaz de citar veintiséis escritores por página. Sus alusiones literarias son continuas y necesariamente evanescentes. Borges le dedica, por ejemplo, tres líneas a Philipp Mainländer, un filósofo olvidado que luego de publicar su obra Filosofía de la Libertad, se suicidó. E. Cioran, un apologista de la obra de Mainländer, acusa a Borges de eclecticismo e indelicadeza: «Para él todo vale, en tanto que él [Borges] sea el centro de todo.»4
Uno de los personajes de la novela de Ernesto Sábato Abbadon, el exterminador, nos cuenta que a Nobokov estaba fascinado con Borges en un principio, hasta cuando descubrió que su obra era la fachada de una casa vacía. El elemento más encantador o repulsivo en Borges es, de hecho, su erudición. Esta es un tanto desconcertante en sus primeros poemas, en donde el autor se esfuerza por comunicarnos sus emociones como lector. Si desconociésemos las virtudes de sus escritores predilectos deploraríamos versos como:
Hugo me dio una hoz que era de oro
La crítica apela a Borges laberíntico. Una referencia directa a sus relatos, en donde el laberinto desempeña un papel preponderante, pero así mismo a la urdimbre de su obra, en donde Borges postula una idea para enseguida abandonarla por otra, y así sucesivamente. Cuando Borges prologa Moll Flanders nos asegura que es la primera novela que emplea rasgos circunstanciales. Borges enuncia su hipótesis, pero no profundiza en ella. Su procedimiento es idéntico cuando mancomuna la obra dispar de Heidegger y Jarspers para refutarla en cinco líneas: «las filosofías de Heidegger y de Jaspers hacen de cada uno de nosotros el interesante interlocutor de un diálogo secreto y continuo con la nada o la divinidad; estas disciplinas, que formalmente pueden ser admirables, fomentan esa ilusión del yo que el Vedanta reprueba como error capital. Suelen jugar a la desesperación y la angustia, pero en el fondo halagan la vanidad; son, en tal sentido, inmorales.5» Su ductilidad es evidente en algunos de sus ensayos, en donde Borges yuxtapone a Heráclito con Lulio y la milonga. Pero Borges no postula verdades. En cierta entrevista se jactó de haber leído la obra completa de Schopenhahuer, un filósofo que escribió con admiración y desprecio: «En donde hay contradicción y mentira, hay pensamiento.6» Borges no quiere persuadirnos, sino provocarnos, obligarnos a consultar sus referencias, para corroborarlas, refutarlas o descubrir su inexistencia. Borges mismo corregiría la impresión caótica de su invención algunos años antes de su muerte: «Creo que se ha abusado de la frase 'enumeración caótica', inventada, creo, por algún teórico alemán… Creo que si realmente se hicieran enumeraciones caóticas resultarían irresponsables y el lector no podría seguirlas… Desde luego la enumeración tiene que ser aparentemente caótica, pero realmente tiene que haber ciertas afinidades secretas.»7
Su obra nos invita a una lectura o relectura constante. Las tramas de sus cuentos son, desde luego, admirables, pero si los despojásemos de sus referencias literarias las descubriríamos como un mero pasatiempo, como novelas policíacas, de horror o de ciencia ficción. Sus argumentos nos resultarían, incluso, reiterativos. Baste mencionar que las tramas de Sur, Las Ruinas Circulares, Los Teólogos y Abenjacán el Bojarí muerto en su laberinto —entre otros cuentos y poemas menos célebres—, reinciden. En ellas un personaje descubre que su vida no le pertenece; que su destino corresponde a otro personaje:
«…comprendió que el tesoro no era lo esencial para él [Zadid]. Lo esencial era que Abenjacán pereciera. Simuló ser Abenjacán, mató a Abenjacán y finalmente fué Abenjacán.»8
«Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia … formaban una sola persona.»9
Su recurrencia más afortunada es la metáfora, que aúna el mundo real con el literario. Cuando escribe «aquel rey de Tebas que vió dos soles»10, pensamos en Edipo, que es entre los reyes de Tebas el más célebre. Conjeturamos que los dos soles se refieren a un hombre hurgándose los ojos, o arrojándose a la lava de un volcán, tan ardiente como el sol. Su ambigüedad, es, de cualquier modo, intencional. Borges emula las páginas que ha leído y nos invita a que lo emulemos de igual manera. Gérard Genette confesaba que escribir sobre Borges es una tarea irritante y laboriosa, pues su obra suscita parodias, una mera imitación de sus discursos. Pero hablar de un discurso Borgiano es una contradicción. Tal vez Borges también creyese, en un principio, que sus ensayos no eran sino trabajos escolares. En 1959 «cree que su librito sobre Antiguas literaturas germánicas no es más que la obra de un diletante mal informado y que sólo ahora comienza a tener algún conocimiento de la materia.»11 Los años habrían de persuadirlo de los errores de su estilo depurado resultaban más interesantes que sus certezas. Sus páginas perduran como una topografía de la literatura universal sin precedentes. No se trata de una obra de referencia, como una enciclopedia podría serlo. Sería injusto, asimismo, enfatizar su dimensión educativa, pues Borges vivió apasionadamente cada una de las páginas que leyó o escribió, y nuestra educación se asocia al rigor de la academia. En un ensayo de Otras Inquisiciones, Quevedo nos es presentado como «el literato de los literatos.»12 Esta valoración, si es que alguna vez existió, se adecua mejor al genio literario de Borges. Sus páginas señalan enciclopedias, idiomas y manuscritos abandonados. Su erudición puede aturdir al lector, pero en tal caso ese aturdimiento es motivado por nuestra ingenuidad o ignorancia, por nuestra imposibilidad de seguir a Borges en sus lecturas o invenciones; una cartografía eminentemente estética, poblada por escritores imaginarios o panfletos inconcebibles.
Sería banal, así mismo, tratar de asociar a Borges con la sociedad argentina de su época. Su tiempo y su espacio lo afligían. «Creo que leer a Berkeley, o a Shaw, o a Emerson es una experiencia tan real como ver Londres»13, decía. Pero ese Londres era atemporal. En un programa de televisión grabado en 1980 en Nueva York, Borges comentaba: «Pienso en Nueva York en las palabras de Walt Whitman, de O. Henry, y asimismo como mera belleza. La ciudad entera de rascacielos que brotan como manantiales. Es una ciudad bastante poética.»14 Su elogio, aunque propicio, fue recibido con frialdad por su entrevistador. Ya treinta años atrás Borges se había mofado de ese afán argentino por complacer a los extranjeros: «Nos quedamos muy sorprendidos al ver en ese primer número de una revista publicada en buenos aires [Sur], una fotografía de las cataratas del Iguazú, otra de Tierra del Fuego, otra de la Cordillera de los Andes y otra más de la providencia de Buenos Aires. Creo recordar que se trataba de una «vista de las pampas»… ¡en plural! Un verdadero manual de geografía. Victoria [Ocampo] lo hizo para mostrar nuestra Argentina a sus amigos de Europa, pero resultaba un poco ridículo en Buenos Aires.»15
El estilo informativo de los periódicos de Buenos Aires lo abatía. Prefería en su lugar la prosa clásica y los juicios pomposos y anacrónicos de Gibbon y Herodoto. Los países que visitaba, en otras palabras, le parecían menos reales que los textos que recordaba sobre esos países: «Espero viajar a China y a India. Ya estuve allí desde cuando leía Kipling y el Tao Te Ching (…) Mi memoria esta formada principalmente de libros. De hecho, apenas recuerdo mi propia vida. No le puedo dar fechas. Sé que he viajado a 17 o 18 países, pero no le puedo contar el orden de mis viajes (...) Todo es una masa de divisiones e imágenes (…) Siempre vuelvo a citar los libros. Me acuerdo que Emerson, uno de mis héroes, nos previene contra las citas. Él dijo: 'Tengamos cuidado. La vida se puede convertir en una larga cita.'»16 Poco o nada le inquietaba la economía de las gentes y naciones de finales del siglo veinte. Afirmó que escribía para sí mismo, o para sus amigos eruditos. Juzgaba que una obra, para perdurar, debía carecer de elementos jocosos y políticos, pues la risa y la política varían de una generación a otra. Ciego y agotado de vivir, postulaba y refutaba el solipsismo, una ilusión que lo persiguió desde los días en que escribió Las Ruinas Circulares. Umberto Eco se inspiró en La Biblioteca de Babel al escribir El Nombre de la Rosa. Su fascinación por la obra de Borges contrasta con el carácter de su personaje Jorge Burgos, un bibliotecario ciego y de memoria prodigiosa que envidia el buen humor de sus coetáneos. En Montevideo, de nuevo, cuando le preguntaron a Borges qué pensaba sobre el hambre, respondió: «Nunca tuve nada que ver con el hambre, fuera del último año de la primera guerra, así que no tengo un gran conocimiento.»17 Una actitud que exacerbó a los intelectuales latinoamericanos de su generación y que cohibiría a la Academia sueca de otorgarle el premio Nobel de literatura. Su apología a la obra de Kipling es una apología de sí mismo: «Es siempre injusto juzgar a un escritor por sus ideas.»18
Su vida tortuosa, sin embargo, da cuenta de la vitalidad de su obra. Cioran considera a Borges un subproducto del vacío latinoamericano y de la asfixia cultural argentina. Borges ya había corroborado este juicio, citando una y otra vez a Paul Groussac, quien escribió que ser famoso en Suramérica es ser famoso en ningún sitio. Equiparaba al escritor suramericano con el intelectual judío, pues sus raíces abarcan una cultura tan imprecisa como el universo. Recordemos que su maestro y alter-ego fue Rafael Cansinos-Asséns, judío español hablante de catorce lenguas, traductor al castellano de Las Mil y Una noches y de las obras dispares de Dostoievsky y Goethe.
Sus versos a Alfonso Reyes son, como cada uno de sus poemas, una reflexión sobre su propia experiencia:
Supo bien aquel arte que ninguno
Supo del todo, ni Simbad ni Ulises,
Que es pasar de un país a otros países
Y estar íntegramente en cada uno
Su cartografía literaria comienza con Fervor de Buenos Aires (1923). Su barrio, Palermo, es descrito con minucia en Evaristo Carriego (1930). Este libro evidencia su intención estética: Borges quiere involucrarnos en la obra de Carriego. Persuadido por Plinio, de que no hay un libro malo sin una página buena, Borges se esfuerza por señalar las virtudes de un autor olvidado y una obra poética execrable. Años después Borges afirmaría que los versos de Evaristo Carriego eran tan desafortunados que hasta él mismo perdió interés en encomiarlo. En adelante destacaría los pasajes de autores más inmerecidamente olvidados. Ya en Inquisiciones (1925), Borges había perfilado su desinterés por las celebridades. Una postura que habría de sostener a lo largo de su vida, en países remotos y en diversas lenguas: «No creo en escuelas. No creo en cronologías. Jamás dato mis escritos. Pienso que la poesía debería ser anónima… Siempre estamos rescribiendo lo que los antiguos ya escribieron: una prueba fehaciente.»19
Cioran considera su curiosidad viciosa y monstruosa. Borges prefiere, de hecho, los libros raídos y las enciclopedias obsoletas. En una de sus entrevistas nos diría que le interesaba escribir sobre sitios olvidados. Escribió, por lo tanto, sobre Lugones y Quevedo para los estadounidenses, y sobre Emerson y Jonathan Edwards para los argentinos: «Pero en mi país, escribir sobre Emerson y Jonathan Edwards es igual que escribir sobre cualquier rincón olvidado.»20
A menudo desafió coordenadas firmemente establecidas. Consideró la obra de Henry James superior a la de Kafka, apodó a Proust y a Virginia Woolf, «escritores para mujeres», dijo que el Ulises de Joyce era una obra «de simetrías laboriosas e inútiles», desacralizó a Goethe afirmando que su obra era delicada y menos intensa que la de Joyce21, llamó a García Lorca un charlatán «que tuvo la suerte de ser ejecutado»,22 desacreditó, por último, los juicios estéticos de Ortega y Gasset: «él no aprendió inglés, y se cohibió, por lo tanto, de las mejores novelas del mundo.»23
Ante el bagaje intelectual abrumador de Borges, nuestro único paliativo sería el de la lectura. No en vano se vanagloriaba de haber vivido entre libros. Su celebridad en las universidades se debe, creo, a su entusiasmo por el aprendizaje aparentemente desinteresado. Una de mis primeras lecturas de su obra fue un comentario sobre el ensayo de Swift: «A modest proposal». Una ironía que, por mera casualidad, tuve la suerte de haber leído. Swift proponía en ésta solucionar el hambre del Reino Unido cocinando niños irlandeses, un escrito que, desde luego, asumí como un sarcasmo político o un relato de humor negro. Borges, por el contrario, veía en el una pesadilla. Sus páginas nos ofrecen interpretaciones disímiles; nuevas lecturas, relecturas. No sería atrevido escribir, de acuerdo a la trama borgiana, que Pierre Menard, un amanuense, y Funes el memorioso, un erudito, fueron los caracteres que crearon y encarnaron a Jorge Luis Borges.
Quizá el destino de Borges, a diferencia del de tantos escritores contemporáneos, no haya sido el de innovar la literatura, sino el de recuperarla. La ceguera le impidió—según nos dice—, estudiar a escritores contemporáneos. Aunque también confiesa cierto cansancio: «porque pienso en Menard como llegando al final de un largo período literario, llegando al momento en que se da cuenta de que no quiere abrumar al mundo con más libros.»24 Quería que lo conociesen como a un escritor inglés del siglo xix, contemporáneo de De Quincey, Kipling, Chesterton, Stevenson y Bernard Shaw.
Es difícil releer a Borges sin contagiarse de su pasión o su vicio por la lectura. Sus prólogos, esa veneración por tantos países y lenguas, predican el estudio de literaturas antiguas y remotas. Borges fue y es, sobre todo, un maestro. Sus páginas son, de un modo u otro, una compilación creativa sin precedentes, un mapa que inspira a otros escritores de naciones disímiles—para que la literatura no sufra la indolencia de los habitantes del imperio: «Menos Adictas al estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a la Inclemencia del Sol y los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas las Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.»25
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