Wednesday, September 16, 2009

Mariposas amarillas

Khan The Black Panther
Congratulations member rodemicheli, the winner of our latest Creative Challenge: Basic Black!


Mariposas Amarillas



los treinta pájaros,

(el Simurg!)

que superaron la Materia

en Jericó.

¡Comunión!



Heb.11:30
"By faith the walls of Jericho fell down, after they were compassed about seven days.


Chess: "Rice & Beans" "Mariposas Amarillas" "Panther"




EL ACERCAMIENTO A ALMOTÁSIM DE JORGE LUIS BORGES

EL ACERCAMIENTO A ALMOTÁSIM

JORGE LUIS BORGES



Philip Guedalla escribe que la novela The approach to Al-Mu'tasim del abogado Mir Bahadur Alí, de Bombay, «es una combinación algo incómoda (a rather uncomfortable combination) de esos poemas alegóricos del Islam que raras veces dejan de interesar a su traductor y de aquellas novelas policiales que inevitablemente superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida humana en las pensiones más irreprochables de Brighton». Antes, Mr. Cecil Roberts había denunciado en el libro de Bahadur «la doble, inverosímil tutela de Wilkie Collins y del ilustre persa del siglo XII, Ferid Eddin Attar» -tranquila observación que Guedalla repite sin novedad, pero en un dialecto colérico-.

Esencialmente, ambos escritores concuerdan: los dos indican el mecanismo policial de la obra, y su undercurrent místico. Esa hibridación puede movernos a imaginar algún parecido con Chesterton; ya comprobaremos que no hay tal cosa.

La editio princeps del Acercamiento a Almotásim apareció en Bombay, a fines de 1932. El papel era casi papel de diario; la cubierta anunciaba al comprador que se trataba de la primera novela policial escrita por un nativo de Bombay City: En pocos meses, el público agotó cuatro impresiones de mil ejemplares cada una. La Bombay Quarterly Review, la Bombay Gazette, la Cdlcutta Review, la Hindustan Review (de Alahabad) y el Calcutta Englishman, dispensaron su ditirambo. Entonces Bahadur publicó una edición ilustrada que tituló The conversation with the man called Al-Mu'tasim y que subtituló hermosamente: A game with shifting mimo» (Un juego con espejos que se desplazan).

Esa edición es la que acaba de reproducir en Londres Victor Gollancz, con prólogo de Dorothy L. Sayers y con omisión -quizá misericordiosa- de las ilustraciones. La tengo a la vista; no he logrado juntarme con la primera, que presiento muy superior. A ello me autoriza un apéndice, que resume la diferencia fundamental entre la versión primitiva de 1932 y la de 1934.

Antes de examinarla -y de discutirla- conviene que yo indique rápidamente el curso general de la obra.

Su protagonista visible -no se nos dice nunca su nombre- es estudiante de derecho en Bombay. Blasfematoriamente, descree de la fe islámica de sus padres, pero al declinar la décima noche de la luna de muharram, se halla en el centro de un tumulto civil entre musulmanes e hindúes. Es noche de tambores e invocaciones: entre la muchedumbre adversa, los grandes palios de papel de la procesión musulmana se abren camino. Un ladrillo hindú vuela de una azotea; alguien hunde un puñal en un vientre; alguien ¿musulmán, hindú? muere y es pisoteado. Tres mil hombres pelean: bastón contra revólver, obscenidad contra imprecación, Dios el Indivisible contra los Dioses. Atónito, el estudiante librepensador entra en el motín. Con las desesperadas manos, mata (o piensa haber matado) a un hindú. Atronadora, ecuestre, semidormida, la policía del Sirkar interviene con rebencazos imparciales. Huye el estudiante, casi bajo las patas de los caballos. Busca los arrabales últimos. Atraviesa dos vías ferroviarias, o dos veces la misma vía. Escala el muro de un desordenado jardín, con una torre circular en el fondo.

Una chusma de perros color de luna (a lean and evil mob of mooncoloured hounds) emerge de los rosales negros. Acosado, busca amparo en la torre. Sube por una escalera de fierro -faltan algunos tramos- y en la azotea, que tiene un pozo renegrido en el centro, da con un hombre escuálido, que está orinando vigorosamente en cuclillas, a la luz de la luna. Ese hombre le confía que su profesión es robar los dientes de oro de los cadáveres trajeados de blanco que los parsis dejan en esa torre. Dice otras cosas viles y menciona que hace catorce noches que no se purifica con bosta de búfalo. Habla con evidente rencor de ciertos ladrones de caballos de Guzerat, «comedores de perros y de lagartos, hombres al cabo tan infames como nosotros dos». Está clareando: en el aire hay un vuelo bajo de buitres gordos. El estudiante, aniquilado, se duerme; cuando despierta, ya con el sol bien alto, ha desaparecido el ladrón. Han desaparecido también un par de cigarros de Trichinópoli y unas rupias de plata. Ante las amenazas proyectadas por la noche anterior, el estudiante resuelve perderse en la India. Piensa que se ha mostrado capaz de matar un idólatra, pero no de saber con certidumbre si el musulmán tiene más razón que el idólatra. El nombre de Guzerat no lo deja, y el de una malka-sansi (mujer de casta de ladrones) de Palanpur, muy preferida por las imprecaciones y el odio del despojador de cadáveres. Arguye que el rencor de un hombre tan minuciosamente vil importa un elogio.

Resuelve -sin mayor esperanza- buscarla. Reza, y emprende con segura lentitud el largo camino. Así acaba el segundo capítulo de la obra.

Imposible trazar las peripecias de los diecinueve restantes. Hay una vertiginosa pululación de dramatis personae -para no hablar de una biografía que parece agotar los movimientos del espíritu humano (desde la infamia hasta la especulación matemática) y de la peregrinación que comprende la vasta geografía del Indostán-. La historia comenzada en Bombay sigue en las tierras bajas de Palanpur, se demora una tarde y una noche en la puerta de piedra de Bikanir, narra la muerte de un astrólogo ciego en un albañal de Benarés, conspira en el palacio multiforme de Katmandú, reza y fornica en el hedor pestilencial de Calcuta, en el Machua Bazar, mira nacer los días en el mar desde una escribanía de Madrás, mira morir las tardes en el mar desde un balcón en el estado de Travancor, vacila v mata en Indaptir y cierra su órbita de leguas y de años en el mismo Bombay, a pocos pasos del jardín de los perros color de luna. El argumento es éste: Un hombre, el estudiante incrédulo y fugitivo que conocemos, cae entre gente de la clase más vil y se acomoda a ellos, en una especie de certamen de infamias. De golpe -con el milagroso espanto de Robinsón ante la huella de un pie humano en la arena-- percibe alguna mitigación de esa infamia: tina ternura, una exaltación, un silencio, en uno de los hombres aborrecibles. «Fue como si hubiera terciado en el diálogo un interlocutor más complejo.» Sabe que el hombre vil que está conversando con él es incapaz de ese momentáneo decoro; de ahí postula que éste tia reflejado a un amigo, o arraigo de un amigo. Repensando el problema, llega a una convicción misteriosa: En algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa claridad; en algún punto de la tierra está el hombre que es igual a esa claridad. El estudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo.

Ya el argumento general se entrevé: la insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro de una sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos y crecientes de la razón, de la imaginación y del bien. A medida que los hombres interrogados han conocido más de cerca a Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son meros espejos.

El tecnicismo matemático es aplicable: la cargada novela de Bahadur es una progresión ascendente, cuyo término final es el presentido «hombre que se llama Almotásim». El inmediato antecesor de Almotásim es un librero persa de suma cortesía y felicidad; el que precede a ese librero es un santo... Al cabo de los años, el estudiante llega a una galería «en cuyo fondo hay una puerta y una estera barata con muchas cuentas y atrás un resplandor». El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim.

Una voz de hombre -la increíble voz de Almotásim- lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza. En ese punto la novela concluye.

Si no me engaño, la buena ejecución de tal argumento impone dos obligaciones al escritor: una, la variada invención de rasgos proféticos; otra, la de que el héroe prefigurado por esos rasgos no sea una mera convención o fantasma. Bahadur satisface la primera; no sé hasta dónde la segunda. Dicho sea con otras palabras: el inaudito y no mirado Almotásim debería dejarnos la impresión de un carácter real, no de un desorden de superlativos insípidos. En la versión de 1932, las notas sobrenaturales ralean: «el hombre llamado Almotásim» tiene su algo de símbolo, pero no carece de rasgos idiosincrásicos, personales. Desgraciadamente, esa buena conducta literaria no perduró.

En la versión de 1934 -la que tengo a la vista- la novela decae en alegoría: Almotásim es emblema de Dios y los puntuales itinerarios del héroe son de algún modo los progresos del alma en el ascenso místico. Hay pormenores afligentes: un judío negro de Kochín que habla de Almotásim, dice que su piel es oscura; un cristiano lo describe sobre una torre con los brazos abiertos; un lama rojo lo recuerda sentado «como esa imagen de manteca de yak que yo modelé y adoré en el monasterio de Tashilhunpo». Esas declaraciones quieren insinuar un Dios unitario que se acomoda a las desigualdades humanas. La idea es poco estimulante, a mi ver. No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que también el Todopoderoso está en busca de Alguien, y ese Alguien de Alguien superior (o simplemente imprescindible e igual) y así hasta el Fin -o mejor, el Sinfín- del Tiempo, o en forma cíclica. Almotásim (el nombre de aquel octavo Abbasida que fue vencedor en ocho batallas, engendró ocho varones y ocho mujeres, dejó ocho mil esclavos y reinó durante un espacio de ocho años, de ocho lunas y de ocho días) quiere decir etimológicamente «El buscador de amparo». En la versión de 1932, el hecho de que el objeto de la peregrinación fuera un peregrino, justificaba de oportuna manera la dificultad de encontrarlo; en la de 1934, da lugar a la teología extravagante que declaré. Mir Bahadur Alí, lo hemos visto, es incapaz de soslayar la más burda de las tentaciones del arte: la de ser un genio.

Releo lo anterior y temo no haber destacado bastante las virtudes del libro. Hay rasgos muy civilizados: por ejemplo, cierta disputa del capítulo diecinueve en la que se presiente que es amigo de Almotásim un contendor que no rebate los sofismas del otro, «para no tener razón de un modo triunfal».

Se entiende que es honroso que un libro actual derive de uno antiguo: ya que a nadie le gusta (como dijo Johnson) deber nada a sus contemporáneos. Los repetidos pero insignificantes contactos del Ulises de Joyce con la Odisea homérica, siguen escuchando -nunca sabré por qué- la atolondrada admiración de la crítica; los de la novela de Bahadur con el venerado Coloquio de los pájaros de Farid ud-din Attar, conocen el no menos misterioso aplauso de Londres, y aun de Alahabad y Calcuta. Otras derivaciones no faltan.

Algún inquisidor ha enumerado ciertas analogías de la primera escena de la novela con el relato de Kipling On the City Vall,; Bahadur las admite, pero alega que sería muy anormal que dos pinturas de la décima noche de muharram no coincidieran... Eliot, con más justicia, recuerda los setenta cantos de la incompleta alegoría The Faërie Queene, en los que no aparece una sola vez la heroína, Gloriana -como lo hace notar una censura de Richard William Church (Spenser, 1879). Yo, con toda humildad, señalo un precursor lejano y posible: el cabalista de Jerusalén, Isaac Luria, que en el siglo xvi propaló que el alma de un antepasado o maestro puede entrar en el alma de un desdichado, para confortarlo o instruirlo. Ibbür se llama esa variedad de la metempsicosis.1





Nota

1 En el decurso de esta noticia, me he referido al Mantiq al-Tayr (Coloquio de los pájaros) del místico persa Farid al-Din Abú Talib Muhámmad ben lbrahim Attar a quien mataron los soldados de Tule, hijo de Zingis Jan, cuando Nishapur fue expoliada. Quizá no huelgue resumir el poema. El remoto rey de los pájaros, el Simurg, deja caer en el centro de la China una pluma espléndida; los pájaros resuelven buscarlo, hartos de su antigua anarquía. Saben que el nombre de su rey quiere decir treinta pájaros; saben que su alcázar está en el Kaf, la montaña circular que rodea la tierra. Acometen la casi infinita aventura; superan siete valles, o mares; el nombre del penúltimo es «Vértigo»; el último se llama «Aniquilación». Muchos peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por los trabajos, pisan la montaña del Simurg. Lo contemplan al fin: perciben que ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de ellos y todos. (También Plotino-Enéodas,V 8, 4 -declara una extensión paradisíaca del principio de identidad: Todo, en el cielo inteligible, está en todas partes. Cualquier cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol.) El Mantiq al-Tayr ha sido vertido al francés por Garcín de Tassy; al inglés por Edward FitzGerald; para esta nota, he consultado el décimo tomo de Las mil y uno noches de Burton y la monografa The Persion mystics: Attar (1932) de Margaret Smith. Los contactos de ese poema con la novela de Mir Bahadur Alí no son excesivos. En el vigésimo capítulo, unas palabras atribuidas por un librero persa a Almotásim son, quizá, la magnificación de otras que ha dicho el héroe; ésa y otras ambiguas analogías pueden significar la identidad del buscado y del buscador; pueden también significar que éste influye en aquél. Otro capítulo insinúa que Almotásim es el «hindú» que el estudiante cree haber matado.

The Cask of Amontillado


by Edgar Allan Poe
(published 1846)


THE thousand injuries of Fortunato I had borne as I best could, but when he ventured upon insult I vowed revenge. You, who so well know the nature of my soul, will not suppose, however, that gave utterance to a threat. At length I would be avenged; this was a point definitely, settled --but the very definitiveness with which it was resolved precluded the idea of risk. I must not only punish but punish with impunity. A wrong is unredressed when retribution overtakes its redresser. It is equally unredressed when the avenger fails to make himself felt as such to him who has done the wrong.

It must be understood that neither by word nor deed had I given Fortunato cause to doubt my good will. I continued, as was my wont, to smile in his face, and he did not perceive that my smile now was at the thought of his immolation.

He had a weak point -- this Fortunato -- although in other regards he was a man to be respected and even feared. He prided himself on his connoisseurship in wine. Few Italians have the true virtuoso spirit. For the most part their enthusiasm is adopted to suit the time and opportunity, to practise imposture upon the British and Austrian millionaires. In painting and gemmary, Fortunato, like his countrymen, was a quack, but in the matter of old wines he was sincere. In this respect I did not differ from him materially; --I was skilful in the Italian vintages myself, and bought largely whenever I could.

It was about dusk, one evening during the supreme madness of the carnival season, that I encountered my friend. He accosted me with excessive warmth, for he had been drinking much. The man wore motley. He had on a tight-fitting parti-striped dress, and his head was surmounted by the conical cap and bells. I was so pleased to see him that I thought I should never have done wringing his hand.

I said to him --"My dear Fortunato, you are luckily met. How remarkably well you are looking to-day. But I have received a pipe of what passes for Amontillado, and I have my doubts."

"How?" said he. "Amontillado, A pipe? Impossible! And in the middle of the carnival!"

"I have my doubts," I replied; "and I was silly enough to pay the full Amontillado price without consulting you in the matter. You were not to be found, and I was fearful of losing a bargain."

"Amontillado!"

"I have my doubts."

"Amontillado!"

"And I must satisfy them."

"Amontillado!"

"As you are engaged, I am on my way to Luchresi. If any one has a critical turn it is he. He will tell me --"

"Luchresi cannot tell Amontillado from Sherry."

"And yet some fools will have it that his taste is a match for your own.

"Come, let us go."

"Whither?"

"To your vaults."

"My friend, no; I will not impose upon your good nature. I perceive you have an engagement. Luchresi--"

"I have no engagement; --come."

"My friend, no. It is not the engagement, but the severe cold with which I perceive you are afflicted. The vaults are insufferably damp. They are encrusted with nitre."

"Let us go, nevertheless. The cold is merely nothing. Amontillado! You have been imposed upon. And as for Luchresi, he cannot distinguish Sherry from Amontillado."

Thus speaking, Fortunato possessed himself of my arm; and putting on a mask of black silk and drawing a roquelaire closely about my person, I suffered him to hurry me to my palazzo.

There were no attendants at home; they had absconded to make merry in honour of the time. I had told them that I should not return until the morning, and had given them explicit orders not to stir from the house. These orders were sufficient, I well knew, to insure their immediate disappearance, one and all, as soon as my back was turned.

I took from their sconces two flambeaux, and giving one to Fortunato, bowed him through several suites of rooms to the archway that led into the vaults. I passed down a long and winding staircase, requesting him to be cautious as he followed. We came at length to the foot of the descent, and stood together upon the damp ground of the catacombs of the Montresors.

The gait of my friend was unsteady, and the bells upon his cap jingled as he strode.

"The pipe," he said.

"It is farther on," said I; "but observe the white web-work which gleams from these cavern walls."

He turned towards me, and looked into my eyes with two filmy orbs that distilled the rheum of intoxication.

"Nitre?" he asked, at length.

"Nitre," I replied. "How long have you had that cough?"

"Ugh! ugh! ugh! --ugh! ugh! ugh! --ugh! ugh! ugh! --ugh! ugh! ugh! --ugh! ugh! ugh!"

My poor friend found it impossible to reply for many minutes.

"It is nothing," he said, at last.

"Come," I said, with decision, "we will go back; your health is precious. You are rich, respected, admired, beloved; you are happy, as once I was. You are a man to be missed. For me it is no matter. We will go back; you will be ill, and I cannot be responsible. Besides, there is Luchresi --"

"Enough," he said; "the cough's a mere nothing; it will not kill me. I shall not die of a cough."

"True --true," I replied; "and, indeed, I had no intention of alarming you unnecessarily --but you should use all proper caution. A draught of this Medoc will defend us from the damps.

Here I knocked off the neck of a bottle which I drew from a long row of its fellows that lay upon the mould.

"Drink," I said, presenting him the wine.

He raised it to his lips with a leer. He paused and nodded to me familiarly, while his bells jingled.

"I drink," he said, "to the buried that repose around us."

"And I to your long life."

He again took my arm, and we proceeded.

"These vaults," he said, "are extensive."

"The Montresors," I replied, "were a great and numerous family."

"I forget your arms."

"A huge human foot d'or, in a field azure; the foot crushes a serpent rampant whose fangs are imbedded in the heel."

"And the motto?"

"Nemo me impune lacessit."

"Good!" he said.

The wine sparkled in his eyes and the bells jingled. My own fancy grew warm with the Medoc. We had passed through long walls of piled skeletons, with casks and puncheons intermingling, into the inmost recesses of the catacombs. I paused again, and this time I made bold to seize Fortunato by an arm above the elbow.

"The nitre!" I said; "see, it increases. It hangs like moss upon the vaults. We are below the river's bed. The drops of moisture trickle among the bones. Come, we will go back ere it is too late. Your cough --"

"It is nothing," he said; "let us go on. But first, another draught of the Medoc."

I broke and reached him a flagon of De Grave. He emptied it at a breath. His eyes flashed with a fierce light. He laughed and threw the bottle upwards with a gesticulation I did not understand.

I looked at him in surprise. He repeated the movement --a grotesque one.

"You do not comprehend?" he said.

"Not I," I replied.

"Then you are not of the brotherhood."

"How?"

"You are not of the masons."

"Yes, yes," I said; "yes, yes."

"You? Impossible! A mason?"

"A mason," I replied.

"A sign," he said, "a sign."

"It is this," I answered, producing from beneath the folds of my roquelaire a trowel.

"You jest," he exclaimed, recoiling a few paces. "But let us proceed to the Amontillado."

"Be it so," I said, replacing the tool beneath the cloak and again offering him my arm. He leaned upon it heavily. We continued our route in search of the Amontillado. We passed through a range of low arches, descended, passed on, and descending again, arrived at a deep crypt, in which the foulness of the air caused our flambeaux rather to glow than flame.

At the most remote end of the crypt there appeared another less spacious. Its walls had been lined with human remains, piled to the vault overhead, in the fashion of the great catacombs of Paris. Three sides of this interior crypt were still ornamented in this manner. From the fourth side the bones had been thrown down, and lay promiscuously upon the earth, forming at one point a mound of some size. Within the wall thus exposed by the displacing of the bones, we perceived a still interior crypt or recess, in depth about four feet, in width three, in height six or seven. It seemed to have been constructed for no especial use within itself, but formed merely the interval between two of the colossal supports of the roof of the catacombs, and was backed by one of their circumscribing walls of solid granite.

It was in vain that Fortunato, uplifting his dull torch, endeavoured to pry into the depth of the recess. Its termination the feeble light did not enable us to see.

"Proceed," I said; "herein is the Amontillado. As for Luchresi --"

"He is an ignoramus," interrupted my friend, as he stepped unsteadily forward, while I followed immediately at his heels. In an instant he had reached the extremity of the niche, and finding his progress arrested by the rock, stood stupidly bewildered. A moment more and I had fettered him to the granite. In its surface were two iron staples, distant from each other about two feet, horizontally. From one of these depended a short chain, from the other a padlock. Throwing the links about his waist, it was but the work of a few seconds to secure it. He was too much astounded to resist. Withdrawing the key I stepped back from the recess.

"Pass your hand," I said, "over the wall; you cannot help feeling the nitre. Indeed, it is very damp. Once more let me implore you to return. No? Then I must positively leave you. But I must first render you all the little attentions in my power."

"The Amontillado!" ejaculated my friend, not yet recovered from his astonishment.

"True," I replied; "the Amontillado."

As I said these words I busied myself among the pile of bones of which I have before spoken. Throwing them aside, I soon uncovered a quantity of building stone and mortar. With these materials and with the aid of my trowel, I began vigorously to wall up the entrance of the niche.

I had scarcely laid the first tier of the masonry when I discovered that the intoxication of Fortunato had in a great measure worn off. The earliest indication I had of this was a low moaning cry from the depth of the recess. It was not the cry of a drunken man. There was then a long and obstinate silence. I laid the second tier, and the third, and the fourth; and then I heard the furious vibrations of the chain. The noise lasted for several minutes, during which, that I might hearken to it with the more satisfaction, I ceased my labours and sat down upon the bones. When at last the clanking subsided, I resumed the trowel, and finished without interruption the fifth, the sixth, and the seventh tier. The wall was now nearly upon a level with my breast. I again paused, and holding the flambeaux over the mason-work, threw a few feeble rays upon the figure within.

A succession of loud and shrill screams, bursting suddenly from the throat of the chained form, seemed to thrust me violently back. For a brief moment I hesitated, I trembled. Unsheathing my rapier, I began to grope with it about the recess; but the thought of an instant reassured me. I placed my hand upon the solid fabric of the catacombs, and felt satisfied. I reapproached the wall; I replied to the yells of him who clamoured. I re-echoed, I aided, I surpassed them in volume and in strength. I did this, and the clamourer grew still.

It was now midnight, and my task was drawing to a close. I had completed the eighth, the ninth and the tenth tier. I had finished a portion of the last and the eleventh; there remained but a single stone to be fitted and plastered in. I struggled with its weight; I placed it partially in its destined position. But now there came from out the niche a low laugh that erected the hairs upon my head. It was succeeded by a sad voice, which I had difficulty in recognizing as that of the noble Fortunato. The voice said--

"Ha! ha! ha! --he! he! he! --a very good joke, indeed --an excellent jest. We will have many a rich laugh about it at the palazzo --he! he! he! --over our wine --he! he! he!"

"The Amontillado!" I said.

"He! he! he! --he! he! he! --yes, the Amontillado. But is it not getting late? Will not they be awaiting us at the palazzo, the Lady Fortunato and the rest? Let us be gone."

"Yes," I said, "let us be gone."

"For the love of God, Montresor!"

"Yes," I said, "for the love of God!"

But to these words I hearkened in vain for a reply. I grew impatient. I called aloud --

"Fortunato!"

No answer. I called again --

"Fortunato!"

No answer still. I thrust a torch through the remaining aperture and let it fall within. There came forth in return only a jingling of the bells. My heart grew sick; it was the dampness of the catacombs that made it so. I hastened to make an end of my labour. I forced the last stone into its position; I plastered it up. Against the new masonry I re-erected the old rampart of bones. For the half of a century no mortal has disturbed them. In pace requiescat!


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