Wednesday, August 19, 2009

Mind your “P”s and “Q”s

Bouillaibaise
Spots
Jaguars


Prov.1:6
"To understand a proverb, and the interpretation; the words of the wise, and their dark sayings." 

6 animadvertet parabolam et interpretationem verba sapientium et enigmata eorum (de ellos) 6 per comprendere una sentenza e un enigma, le parole dei savi e i loro detti oscuri

Psalm 91:14

"Because he hath set his love upon me, therefore will I deliver him: I will set him on high, because he hath known my name."



 14quoniam mihi adhesit et liberabo eum exaltabo eum quoniam cognovit nomen meum 14Puisqu'il m'aime, je le délivrerai; Je le protégerai, puisqu'il connaît mon nom. Ps.91: 14 Porque en mí ha puesto su amor, yo lo libraré; lo pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre. 14Weil er sich an mich klammert[b], darum will ich ihn erretten; ich will ihn beschützen, weil er meinen Namen kennt.” 14. Lo salverò, perché a me si è affidato; lo esalterò, perché ha conosciuto il mio nome. 14 Pentru că Mă iubeşte, şi Eu îl voi scăpa. Îl voi ocroti, căci cunoaşte Numele Meu.


Judg.14:14 : 
"And he said unto them, Out of the eater came forth meat, and out of the strong came forth sweetness. And they could not in three days expound the riddle."

Joggers





Yankees vs. Twins 2009-05-16 310
Games of Summer, New Yankee Stadium, New York


Chess :  “Florence” “Pilot” “Lombardy” “Sprinklers” “Pyrenees” “Bouillaibaise” “Pile” (Baptismal) 

"P" "park"

How Much Power Does the Sun Produce?
About how much power does the Sun produce? The Sun's output is 3.8 x 1033 ergs/second, or about 5 x 1023 horsepower. How much is that? It is enough energy to melt a bridge of ice 2 miles wide, 1 mile thick, and extending the entire way from the Earth to the Sun, in one second. Dr. Louis Barbier



Alessandra Ambrosio

La escritura del dios

La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el

piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava
de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta;
éste, aunque altísimo, no toca la parte superior d
e la bóveda; de un lado estoy yo,
Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro
hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio.
A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin
sombra [el mediodía], se abre una trampa en lo alto y un carcelero que han ido borrando

los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja, en la punta de un cordel, cántaros
con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al
jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y
podía caminar por esta prisión, no hago otra c
osa que aguardar, en la postura de mi
muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto

el pecho de las víctimas y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la Pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me
castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido.
Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios, pero éste no me abandonó y me

mantuve silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron y
luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar d
e algún modo el tiempo, quise
recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden
y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui
debelando los años, así fui entrando en posesión
de lo que ya era mío. Una noche sentí
que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una
agitación en la sangre. Horas después, empecé a avistar el recuerdo; era una de las

tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas
desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta
para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas
generaciones y que no la tocara el azar. Nadie
sabe en qué punto la escribió ni con qué
caracteres, pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré
que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último
sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que

me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces
la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la

tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser
el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o

la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el
camino de un río suele desviarse y los impe
rios conocen mutaciones y estragos y la
figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son
individuos y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más vulnerable. Pensé en

las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en
mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán
estaba cuando recordé que el jaguar era uno d
e los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a

mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se
engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres
lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a

los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en
su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega
jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas
que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incl
uían puntos; otras formaban rayas
trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un
mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible

descifrar aquel texto. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó
menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de
sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los
lenguajes humanos no hay proposición que
no implique el universo entero; decir el tigre
es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que
se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la
tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda la palabra enunciaría esa infinita
concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un

modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina
parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en
esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o

menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un
lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces
humanas, todo, mundo, universo.
Un día o una noche —entre mis días y mis noches, ¿qué diferencia cabe?— soñé que en
el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir, indiferente; soñé que

despertaba y que había dos granos de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de
arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel y yo moría bajo ese
hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñ
ando; con un vasto esfuerzo me desperté.
El despertar fue inútil; la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: No has
despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así
hasta lo infinito, que es el número de los granos de
arena. El camino que habrás de
desandar es interminable y morirás antes de haber despertado realmente.
Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: Ni una arena soñada puede
matarme ni hay sueños que estén dentro de sueños. Un resplandor me despertó. En la
tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la
rodaja, el cordel, la carne y los cántaros.

Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la
larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote
del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a
mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de
luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la
tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la
divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus
símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una
espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de

mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba
hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita.
Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una
de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra.
Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo,

sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y
vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que
narra el Libro del Común. Vi
las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que
se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios
sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola

felicidad y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales) y me bastaría
decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de
piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el

tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para
reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y
yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas
palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.

Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el
universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en
un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre
ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa
la suerte de aquel otro, qué le importa
la nación de aquel otro, si él, ahora es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso

dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
A Ema Risso Platero

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