Blue
Bleu
Blue Lagoon
Llamas
Ps.29:7
"The voice of the LORD divideth the flames of fire."
Blue Lake, St Bathans, Central Otago, New Zealand
by Colin Monteath / Corbis
M8 Lagoon Nebula
The Lagoon Nebula (catalogued as Messier 8 or M8, and as NGC 6523) is a
giant interstellar cloud in the constellation Sagittarius. It is
classified as an emission nebula and as an H II region.
Copy Credit : Bastien Foucher
Chess: "Blue Lagoon" "Blue-Bleu" "Llamas"
La esfera de Pascal
Jorge Luis Borges
Otras Inquisiciones,
1952
Seis siglos antes de la era cristiana, el rapsoda Jenófanes de Colofón,
harto de los versos homéricos que recitaba de ciudad en ciudad, fustigó a
los poetas que atribuyeron rasgos antropomórficos a los dioses y propuso a
los griegos un solo Dios, que era una esfera eterna. En el Timeo,
de Platón, se lee que la esfera es la figura más perfecta y más uniforme,
porque todos los puntos de la superficie equidistan del centro; Olaf Gigon
(Ursprung der griechischen Philosophie, 183) entiende que
Jenófanes habló analógicamente; el Dios era esferoide, porque esa forma es
la mejor, o la menos mala, para representar la divinidad. Parménides,
cuarenta años después, repitió la imagen (“el Ser es semejante a la masa
de una esfera bien redondeada, cuya fuerza es constante desde el centro en
cualquier dirección”); Calogero y Mondolfo razonan que intuyó una esfera
infinita, o infinitamente creciente, y que las palabras que acabo de
transcribir tienen un sentido dinámico (Albertelli: Gli Eleati,
148). Parménides enseñó en Italia; a pocos años de su muerte, el siciliano
Empédocles de Agrigento urdió una laboriosa cosmogonía; hay una etapa en
que las partículas de tierra, de agua, de aire y de fuego, integran una
esfera sin fin, “el Sphairos redondo, que exulta en su
soledad circular”.
La historia universal continuó su curso, los dioses demasiado humanos que
Jenófanes atacó fueron rebajados a ficciones poéticas o a demonios, pero
se dijo que uno, Hermes Trismegisto, había dictado un número variable de
libros (42, según Clemente de Alejandría; 20.000, según Jámblico; 36.525,
según los sacerdotes de Thoth, que también es Hermes), en cuyas páginas
estaban escritas todas las cosas. Fragmentos de esa biblioteca ilusoria,
compilados o fraguados desde el siglo lll, forman lo que se llama el
Corpus Hermeticum; en alguno de ellos, o en el Asclepio,
que también se atribuyó a Trismegisto, el teólogo francés Alain de Lille
-Alanus de Insulis- descubrió a fines del siglo Xll esta fórmula, que las
edades venideras no olvidarían: “Dios es una esfera inteligible, cuyo
centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”. Los
presocráticos hablaron de una esfera sin fin; Albertelli (como antes,
Aristóteles) piensa que hablar así es cometer una contradictio in
adjecto, porque sujeto y predicado se anulan; ello bien puede ser
verdad, pero la fórmula de los libros herméticos nos deja, casi, intuir
esa esfera. En el siglo Xlll, la imagen reapareció en el simbólico
Roman de la Rose, que la da como de Platón, y en la enciclopedia
Speculum Triplex; en el XVl, el último capítulo del último
libro de Pantagruel se refirió a “esa esfera intelectual,
cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, que
llamamos Dios”. Para la mente medieval, el sentido era claro: Dios está en
cada una de sus criaturas, pero ninguna Lo limita. “El cielo, el cielo de
los cielos, no te contiene”, dijo Salomón (1 Reyes, 8, 27); la metáfora
geométrica de la esfera hubo de parecer una glosa de esas palabras.
El poema de Dante ha preservado la astronomía ptolemaica, que durante mil
cuatrocientos años rigió la imaginación de los hombres. La tierra ocupa el
centro del universo. Es una esfera inmóvil; en torno giran nueve esferas
concéntricas. Las siete primeras son los cielos planetarios (cielos de la
Luna, de Mercurio, de Venus, del Sol, de Marte, de Júpiter, de Saturno);
la octava, el cielo de las estrellas fijas; la novena, el cielo cristalino
llamado también Primer Móvil. A éste lo rodea el Empíreo, que está hecho
de luz. .Todo este laborioso aparato de esferas huecas, trasparentes y
giratorias (algún sistema requería cincuenta y cinco), había llegado a ser
una necesidad mental; De hipothesibus motuum coelestium
commentariolus es el tímido título que Copérnico, negador de
Aristóteles, puso al manuscrito que trasformó nuestra visión del cosmos.
Para un hombre, para Giordano Bruno, la rotura de las bóvedas estelares
fue una liberación. Proclamó, en la Cena de las cenizas, que
el mundo es efecto infinito de una causa infinita y que la divinidad está
cerca, “pues está dentro de nosotros más aun de lo que nosotros mismos
estamos dentro de nosotros”. Buscó palabras para declarar a los hombres el
espacio copernicano y en una página famosa estampó: “Podemos afirmar con
certidumbre que el universo es todo centro, o que el centro del universo
está en todas partes y la circunferencia en ninguna” (De la causa,
principio de uno, V).
Esto se escribió con exultación, en 1584, todavía en la luz del
Renacimiento; setenta años después, no quedaba un reflejo de ese fervor y
los hombres se sintieron perdidos en el tiempo y en el espacio. En el
tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente
un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de
lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde. Nadie está en algún día, en
algún lugar; nadie sabe el tamaño de su cara. En el Renacimiento, la
humanidad creyó haber alcanzado la edad viril, y así lo declaró por boca
de Bruno, de Campanella y de Bacon. En el siglo XVII la acobardó una
sensación de vejez; para justificarse, exhumó la creencia de una lenta y
fatal degeneración de todas las criaturas, por obra del pecado de Adán.
(En el quinto capítulo del Génesis consta que “todos los días de Matusalén
fueron novecientos setenta y nueve años”; en el sexto, que “había gigantes
en la tierra en aquellos días”.) El primer aniversario de la elegía
Anatomy of the World, de John Donne, lamentó la vida brevísima y
la estatura mínima de los hombres contemporáneos, que son como las hadas y
los pigmeos; Milton, según la biografía de Johnson, temió que ya fuera
imposible en la tierra el género épico; Glanvill juzgó que Adán, “medalla
de Dios”, gozó de una visión telescópica y microscópica; Robert South
famosamente escribió: “Un Aristóteles no fue sino los escombros de Adán, y
Atenas, los rudimentos del Paraíso”. En aquel siglo desanimado, el espacio
absoluto que inspiró los hexámetros de Lucrecio, el espacio absoluto que
había sido una liberación para Bruno, fue un laberinto y un abismo para
Pascal. Éste aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios, pero
Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo. Deploró que no
hablara el firmamento, comparó nuestra vida con la de náufragos en una
isla desierta. Sintió el peso incesante del mundo físico, sintió vértigo,
miedo y soledad, y los puso en otras palabras: “La naturaleza es una
esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en
ninguna.” Así publica Brunschvicg el texto, pero la edición crítica de
Tourneur (París, 1941), que reproduce las tachaduras y vacilaciones del
manuscrito, revela que Pascal empezó a escribir effroyable:
“Una esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la
circunferencia en ninguna.”
Buenos Aires, 1951.